Para Gina,
con quien caminar sigue siendo honesto
Desde que Plotino Rodakanaty se instaló en Chalco y, medio siglo después, el núcleo de Regeneración se mudó a Estados Unidos, el anarquismo mexicano ha sentido una repulsión por las ciudades y la capital, los lugares donde suele tener más presencia. Pocas cosas más citadinas para mí que soñar con huir del asfalto; una pulsión local que recorre un largo trecho desde la Cartilla Socialista, del griego que aprendió a comer tortillas, hasta un Habitar más fuerte que la metrópoli del Consejo Nocturno.
En su momento cúspide, el anarquismo fue un movimiento de masas que, como otras revoluciones de la época, proponía una modernidad alternativa: la ilustración radical. Partiendo de los periódicos, la imprenta y los panfletos, los viejos militantes se aprendían de memoria versos y conceptos para tratar de acercar las manos al cerebro. Querían conectar sus acciones con las palabras que circulaban por todo el mundo a través de complejas redes solidarias, cosmopolitas, improvisadas y políglotas, de personas y textos que confrontaron el afeamiento industrial del mundo, la sexualidad, el trabajo, la relación con la naturaleza y el arraigado desprecio al trabajo manual.
Las personas que formaron el tejido que comunicaba ¡Tierra! (Cuba); La Antorcha y La Protesta (Argentina); Regeneración y los periódicos de la Casa del Obrero Mundial (México y Estados Unidos); La Revista Blanca (España), por mencionar sólo unos hilos de un bordado extenso y fino en el que todos los que participaban eran sujetos: contradictorios, repletos de deseos y cambios de postura, no los personajes monumentales que tendemos a construir. Las contadas veces que se rememora a estos sujetos, suelen ser menospreciados por no intentar formar partidos políticos, votar, aspirar a cualquier forma de poder público o ajustar el signo político. Por eso el bordado anárquico latinoamericano ha estado enterrado en el olvido.
La importancia que tenía la amistad radical, por ejemplo, para Práxedis Guerrero y Francisco Manrique, o entre Librado Rivera y Ricardo Flores Magón; el vegetarianismo de Práxedis y Ethel Duffy Turner; el lesbianismo de Juana Belem Gutiérrez de Mendoza y Elisa Acuña; el arte de vivir juntos que desarrollaron los anarcosindicalistas mexicanos dentro y fuera del país, las veces que salieron de paseo por Texcoco en bicicleta; la capacidad de compartir el trabajo, el dinero y los gastos a puerta cerrada, más allá de quién gana más y quién menos; las formas creativas de salir de la escasez a través de un autodidactismo colectivizante, todos son modos radicales de relacionarnos que dejaron una honda marca en las prácticas ácratas de hoy. Fueron dignos ensayos de construir una manera de vincular que intenta calar más hondo y abrazar más fuerte que el centralismo de la pareja y el interés individual.
Landauer fue un anarquista místico de esa época, otro intelectual menospreciado, estudioso de Spinoza, que en sus tiempos libres le gustaba traducir a Walt Whitman y Oscar Wilde con la ayuda de su esposa. Él señala que “el Estado es una relación social, cierta forma de relacionarse entre la gente. Puede ser destruido al crear nuevas relaciones sociales”. Como lo intentaron los casos mencionados, que heredamos como una carta sellada que se transmite una y otra vez por las venas del punk, el feminismo, el arte, las bicicletas, el vegetarianismo y otras posturas que hemos venido ensayando en el sur económico hace más de un siglo.
Al aprender a vivir juntos, explorar límites innovadores y compartir la cotidianidad, los anarquistas clásicos de todo el mundo encontraron la manera de romper ese pacto con el Estado que se acuerpa cada vez que, para sobrellevar el miedo, alguien llama a la policía en vez de a su vecino. Nuestros antepasados practicaron nuevas relaciones mientras creían en la ciencia, el progreso y muchos eran francamente racistas y machistas, como el resto de la sociedad de su época y la nuestra. Eran radicales en las formas y conservadores en el fondo, cosa que se podría invertir en el arte libertario de ese instante: formas clásicas, contenidos revolucionarios. Los anarquistas de hace un siglo fueron en sus vidas lo que la vanguardia histórica del arte reflejaba sólo en su obra. Varias ramas de esa raíz se han extendido hasta nuestros días entre camaradería, sueños, pulpos de serigrafía y libros incendiarios.
El lado dogmático y territorial de Ricardo Flores Magón, otro ejemplo, sólo apareció con fuerza al final de su vida, cuando atacó a los que fueron sus amigos, dando patadas de ahogado ante la derrota inminente del sindicalismo anárquico de México, fracaso que no fue exclusivo de nuestro contexto. Muchos de los que habían militado con él, principalmente los que vivían dentro del país, se habían unido al maderismo, más tarde al carrancismo o hacia donde soplara el viento revolucionario que sirviera un plato de lentejas caliente.
Magón no los perdonó y los humillaba en Regeneración. Por eso él es el padre fundador de la radicalidad rígida de México, un anarquismo profundamente patriarcal que se ensaña hasta la muerte. El microfascismo de la lógica del amigo o el enemigo: la ceguera ante los matices, lo barroco, los afectos. El fruto podrido de nuestra herencia.
Un siglo después, a partir de Jacques Camatte y pasando por Freddy Perlman, buena parte del anarquismo tomó una postura antimoderna. Aunque si lo pensamos detenidamente, siempre hubo anarquistas antimodernos: Piotr Kropotkin, William Morris y Landauer fueron partidarios de imitar la vida comunal de la Edad Media como antídoto para la industrialización mundial.
Silvia Rivera Cusicanqui rechaza la modernidad occidental, para la que propone una “(re)indianización autoadscriptiva y consciente”, más relacionada con ciertas prácticas y formas de relacionarse, a lo Landauer, que con vestimentas folclóricas, colores de piel y esencialismos del idioma. Cusicanqui quedó desprestigiada, una vez más, después de la convulsión boliviana del año pasado al ser crítica con Evo Morales, símbolo sagrado de la izquierda latinoamericana. Por esa y otras razones, igual que Mujeres Creando, ella escribe y actúa sin la sombra de los árboles anticapitalistas más frondosos de nuestro continente.
Cusicanqui nos advierte que hay un “bloqueo que nos impide ser memoriosos con nuestra propia herencia intelectual”. Ese bloqueo es el que hace que sepamos más de radicales de Estados Unidos y Europa, que de México y América Latina; el que obstaculiza leernos entre nosotros. La herencia de las prácticas y discursos anarquistas periféricos ha sido sepultada por la historia oficial, por la izquierda y por los mismos anarquistas, que descuidan la atención que merecen nuestros interlocutores inmediatos o tienden a romantizar las figuras del pasado. Se trata de un descuido en varios registros.
La posición de Cusicanqui está enmarcada dentro del marxismo libertario, una postura que coincide con algunas bases del anarquismo, pero partiendo, y a la vez quebrando, con la tradición marxista. De ahí que ella proponga su propia teoría del valor y reflexione detenidamente sobre el mercado. Los libertarios, en esta parte del mundo, son una especie de hermanos mayores del anarquismo. Por eso muchos los aman y otros no los soportan.
La confusión conceptual se remonta a Le Libertaire, el periódico comunista anárquico de 1858 de Joseph Dejácque, el primer gran crítico del machismo de Proudhon. Muchos libertarios, como Cusicanqui, rompieron con el marxismo ortodoxo, se fueron a vivir a pueblos, aprendieron a trabajar la tierra con sus propias manos, a hablar idiomas minoritarios y defendieron autonomías situadas.
El desarrollo de esa pulsión que escapó de la ciudad dio como resultado una variedad de propuestas y luchas de autogestión que, como supo Landauer, no tenían por qué coincidir ni aplanarse exigiendo únicamente una sola forma: “Tenemos que comprender que existen diferentes culturas una junto a la otra, y que es insostenible el sueño de que todo debe ser lo mismo. De hecho, ni siquiera es un sueño bonito”. Él estaba consciente de que la anarquía no era una práctica homogénea ni universal y que imponer una sola visión o práctica emancipadora hubiera generado una pesadilla endogámica.
Landauer rompe con una visión del anarquismo como proyecto civilizatorio que sacaría a los trabajadores de las tinieblas de la ignorancia, como creían millones de personas, los ilustrados radicales de su época, y traería una modernidad distinta donde cada quien se haría cargo de sí mismo a un nivel inédito, autogestionando hasta el último rincón de la existencia. Con Landauer, no es difícil hacer una interpretación anárquica de Raquel Gutiérrez o Cusicanqui, quien nos invita a dejar de ver al Estado como “único sujeto/espacio” capaz de liberarnos, como le critica a René Zavaleta.
Cusicanqui también ataca los populismos porque considera que son “un gesto identitario grandilocuente, oportunista, ambiguo, que se aferra a la única entidad que le da seguridad, que es la del papá estado”. Para ella el Estado patriarcal es la falta y el origen del populismo latinoamericano, la raíz de la dominación. La filósofa aymara, –coincidiendo con Otto Gross, otro anarquista marginal– nos invita a sentirnos seguros de otras maneras, a encontrar fisuras de espaldas, o contra, el Estado.
El anarquismo en América Latina tiene derecho a un pasado propio que debe ser abordado sin pasar por alto sus características específicas, diferenciables de otros contextos. Las lecciones que podemos sacar en limpio, para mí, son que muchas veces supieron trabajar con una sensibilidad del sur: con lo que tenían a la mano, sin paralizarse en la sofisticación teórica, sin compartimentar la vida ni las prácticas, ni buscar tercamente una pureza conceptual tajante que fluya sólo de arriba hacia abajo o paralice o postergue la acción.
Otra gran conclusión, como se dio cuenta Rafael Mondragón al hablar del fascismo, es que una sociedad sin Estado o vivir una vida que no cause daño se vuelven “recetas cuando se asumen como el final de la argumentación, y no el punto de partida para la exploración”: paquetes de ideas que muchas veces llegan enlatadas del norte económico a contextos en los que casi nadie exige una labor de traducción paciente en miras a cimentar prácticas situadas y ensayos cuidadosos en la vida cotidiana.
Los viejos anarcosindicalistas eran liberales que, similar a los marxistas que dejaron de formar partidos, se radicalizaron con la experiencia acumulada con el lento paso de las décadas. Construyeron vínculos distintos a lo largo de su vida, atravesados permanentemente por sus contradicciones porque, como dice Landauer, “la anarquía no se trata de nacionalizar los logros del pasado, sino de humildes comienzos para gente nueva que se levanta en pequeñas comunidades formadas entre las viejas”. Situarnos en esos ensayos humildes como los que propone Cusicanqui, a tono con Gross y Landauer, logran expulsar la culpa militante y el veneno de la contradicción que nos paraliza, y pueden reducir las ansias de huir de las urbes, como hemos hecho tantas veces.
Fuentes
-Landauer, G (2010) Revolution and Other Writings: a Political Reader. EUA, PM Press. pp: 87, 90, 214.
-Mondragón, R (2020) “Contra el fascismo social”. Revista Común, disponible en: https://www.revistacomun.com/blog/contra-el-fascismo-social
-Rivera Cusicanqui, S (2018) Un mundo ch’ixi es posible. Ensayo desde un presente en crisis. Argentina, Tinta Limón. pp: 15, 28, 87.
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