Hasta ahora había estado de acuerdo con casi todas y cada una de las palabras que había publicado el filósofo Giorgio Agamben a partir de la declaración de la pandemia global y de las diversas medidas de seguridad por parte de los poderes que se han tomado bajo ese pretexto. Sin embargo, aunque podría estar de acuerdo también en parte con su más reciente publicación, tengo que discernir en cuanto uno de los puntos ahí expresados. Y lo hago no por que me sienta ofendido cuando me señala a mí, junto a otros millones de docentes que hemos tenido la necesidad de continuar con nuestra enseñanza en línea a partir de la contingencia, como colaboracionistas de los sistemas de control futuros equivalentes al régimen fascista. Incluso al contrario, lo hago justo porque me siento identificado y convocado por sus palabras. Lo hago desde una posición política y desde un llamado a lxs demás docentes o estudiantes que pudieran leer esto justo para no dejar que suceda lo que Agamben advierte. Lo hago entonces no como una defensa argumentativa que intente refutar el punto de vista de Agamben, sino justamente como una asunción de que sus señalamientos son a tal grado certeros que hace falta una respuesta, no desde la retórica, sino desde la acción.
Y es que precisamente porque estoy de acuerdo con Agamben en que la universidad tenía mucho que no servía más que a los fines productivistas y capitalistas, montados sobre los ideales de la razón, el buen comportamiento y la cerrada ciencia positivista, es que me atrevo a proclamar que este declive de la presencia en las aulas académicas puede dar la oportunidad a otras formas de saberes que ya no cabían ahí. Las academias contemporáneas eran, desde hace mucho, más bien un espacio de defensa y diseminación de los valores occidentales expandidos por el colonialismo y muy acordes con el mantenimiento de un eurocentrismo que, por más crítica de- y post-colonial que se hiciera dentro de ellas, parecía extenderse hasta el infinito tan sólo en los tan llamados criterios de calidad, las normas de citación, las exigencias pruebas y efectividad, etc.
Lo que deja de lado Agamben es que en todo nuevo giro de las sociedades de control, siempre emergen también nuevas resistencias, en el mismo grado pero en sentido inverso y de maneras disímiles. Vale la pena señalar que la escuela, así como los lugares de trabajo y otro tipo de espacios de reunión física, incluyendo a los centros de encierro –como los llamaría Foucault–, han sido utilizados siempre también como un pretexto para el encuentro de subjetividades anormales y el intercambio de ideas y afectos alegres más a pesar de ellos que gracias a ellos. Y es que ser estudiante puede ser visto como no otra cosa que un privilegio que siempre han gozado solamente ciertas clases. Pero también puede verse como una posición existencial (como ya lo hemos tratado en otro momento). En ese sentido, el problema con las universidades que privilegian la presencia es que jamás es posible distinguir un tipo de estudiante del otro. Ambos tipos están ahí tan irremediablemente mezclados que unx mismx puede ni siquiera darse cuenta de en qué momento se está de un lado o del otro.
La presencia corporal supone, es verdad, formas de afectación mutua entre quienes se encuentran en ese plano. Sin embargo, no olvidemos que en contextos como los de los países del sur global, esa corporalidad también conllevaba la posibilidad de un imposición por la fuerza de un género sobre otro o simplemente de un tipo de cuerpos sobre otros menos dotados. Si bien la digitalidad no supone en absoluto la eliminación de la violencia de humanos a humanos, aquí estamos hablando de los fenómenos de acoso y bullying irremediablemente unidireccional. Lo que quiero decir es que otras posibilidades, no contempladas por Agamben, pueden surgir. Una nueva clase de estudiantado que se encuentra en las redes, donde pertenecen todxs aquellxs que no han podido ser aceptadxs en sus relaciones personales más ligadas a las identificaciones físicas y biológicas. Se trata de la posibilidad de encontrarse, en la virtualidad, con comunidades enteras de pensamiento y acción alternativas.
No estoy hablando desde la ignorancia de lo que supone la discretización de las operaciones de fuerza de lxs unxs sobre lxs otrxs, junto con el registro de todos nuestros movimientos y la administración de nuestra propia subjetividad en términos de datos e información. Porque justamente es necesario estar conscientes de que todo ese orden digital se sostiene sobre una clase explotada que muy poco tiene que ver con la inocencia de las utopías cibernéticas, para poder resistir a ello. Lo cierto también es que si no fuera por esa red global de telecomunicaciones y conexiones, muchxs de nosotrxs jamás habríamos tenido la posibilidad de enterarnos siquiera de otras formas de ver el mundo, de crear y de creer. Ni siquiera sería posible haber leído con tanta velocidad un cuestionamiento político como el que Agamben, con todo y gracias a su posición de renombre, nos hace en este momento a todxs. Para responder a ello, así como ya hemos hablado de la posición del estudiante como táctica política, toca hablar en este momento del docente.
Es verdad que bajo el régimen de competencia que atraviesa prácticamente todos los ámbitos de la cultura, la figura de la docencia se ha visto también compelida a participar de un sistema de rapacidad atroz que va desde la hiperproductividad sin sentido hasta prácticas tan viles como el plagio (no apropiacionista ni expropiacionista, sino con fines meramente individualista) y el abuso de lxs estudiantes en muchos sentidos. Sin embargo, la posición de lxs docentes es y ha sido siempre ambivalente. Por un lado, la docencia puede tratarse de una práctica de coacción que bajo el pretexto del buen encausamiento termina produciendo seres dóciles y repetidores de las enseñanzas aprendidas, al grado de convertirse algunxs de ellxs en policías del buen pensamiento y comportamiento incluso. Por otro lado, la docencia puede ser vista como la práctica de darlo todo a quienes están del otro lado, sea como escuchas, aprendices, practicantes o simplemente aficionados o con un interés de conocimiento. La primera se sostiene sobre el supuesto saber, la segunda se levanta a partir de una asunción primigenia de que nadie sabe nada, empezando por lxs docentes por supuesto.
En la historia de la filosofía occidental, esta imagen de la docta ignorancia es tan relevante que no solamente ha aparecido una y otra vez, sino que le da uno de sus ejes más potentes anclados en la figura de Sócrates. Siguiendo esta simple asunción de responsabilidad compartida para quienes nos encontramos arrojadxs a este mundo sin la menor idea de nuestro propósito último o definitivo, lxs docentes no tenemos de otra más que de adaptarnos a las circunstancias siempre adversas, sean cuales sean las condiciones de las academias en cada época. Y es que de este lado también la academia siempre ha sido un pretexto solamente. Es también la justificación perfecta para expresar la angustia ante la tragedia de la existencia y para no sentirnos solxs en las rutas inciertas del pensamiento en medio de ello. Cuando cunde este llamado se hace incluso posible una diseminación de afinidades desobedientes que no se queda solamente en lo que el docente pueda o no querer.
Si bien el apelativo de “maestro” coloca aquél a quien se le atribuye una posición de superioridad frente a lxs demás, la figura del profesor puede ser también re-apropiada como aquella persona que profesa desde la honestidad y el desamparo ontológicos. Tengo que admitir que en este momento no tengo idea de cómo sería posible darle la vuelta a las desigualdades que vienen con la mudanza de la educación a las plataformas digitales, de cómo frenar ese proceso acelerado de abandono a quienes no puedan acceder a ello. Sin embargo, en primer lugar vale la pena dar cuenta de que la enseñanza escolarizada siempre ha sido un privilegio de pocas personas y, en segundo lugar, las condiciones siempre han sido desfavorables para la organización insurgente. Lo que se me ocurre por ahora es el llamado a la generación de una nueva clase de estudiantado global, donde cabemos todxs; donde no hay más diferencia entre docentes y estudiantes. En todo caso, todxs somos compañerxs en este sinsentido.
Considero que lo que Agamben advierte no es en absoluto falso ni exagerado. Por ello mismo, creo que una potencia, como contrapoder, tiene que ser sostenida también. Desde el contagio como posibilidad de propagación de una voluntad de insurrección. Así como la pandemia es el pretexto perfecto para desatar una serie de políticas estatales y corporativas que se habían querido gestionar desde hace mucho tiempo, también desde la resistencia puede ser un momento propicio para cuestionar todo ese orden del cual todxs éramos partícipes. En esa sublevación por venir las tecnologías no son necesarias tampoco. En todo caso, vale la pena dar cuenta también de que jamás han sido sólo un medio para el ejercicio de los poderes. Los dispositivos en sí mismos son una forma de poder, pero también una potencia. En última instancia somos nosotrxs los medios de las voluntades de vida o de muerte que se manifiestan ahí.