Retraso Sentimental

De un tiempo para acá me he dado cuenta que suelo procesar el dolor con efectos retardados. Cuando se murió mi amada Petite, compañera felina, quizá tuve un momento inicial de quebrantamiento, me tumbé en la cama por un par de minutos, pero casi de inmediato me puse a resolver cómo sería su entierro, cuánto costaba llevarla a incinerar (era muy caro), busqué en dónde podría enterrarla, etc. Resolví todo, le di un entierro digno. Yo estaba agotada y destruída pero sin llanto. Hasta en la noche, cuando me fui a dormir, me puse a llorar y de ahí no paré hasta después de unos meses. A veces pensaba si eso me iba a doler toda la vida, si se iba a acabar, si era cierto eso de que el tiempo lo cura todo. Han pasado varios años ya y aunque ya no lloro tan seguido al recordarla, sí hablé sobre esto en mi análisis y no pude evitar llorar. “Tú tienes un gato”, le dije con la voz entrecortada a S. y ya no regresé. Espero hacerlo. 

En el 2018, la policía de la CDMX entró al pueblo en donde vivo por una supuesta persecución de unas personas que habían robado dinero de una gasolinería. Los policías hicieron destrozos por todas las calles, golpearon a personas y dispararon al aire. Se volvió una noticia relevante porque a raíz de esto varixs pobladores cerraron una de las autopistas más importantes para quienes vivimos en la periferia. Era la autopista México-Pachuca, en la que tanto por las mañanas como por las noches, circulan miles de personas que trabajan en la Ciudad pero viven en el Estado de México. Fueron varios días de tensión. En la primera noche sonaron las campanas de la Iglesia para congregar al pueblo. Se escuchaban disparos, pero la verdad que eso no es novedad. Por la mañana tuvimos que tomar otras avenidas para salir hacia la Ciudad. Hubo saqueos en algunos centros comerciales y quemaron un par de patrullas. Finalmente, una noche entró la Policía Federal hacia la autopista y terminaron con el bloqueo. Desde el cerro lxs pobladores les aventaban piedras.

 

Quizá nunca habría revelado públicamente en redes el lugar en el que vivo de no ser por ese evento. Realicé algunas publicaciones en Facebook informando sobre lo acontecido. Lo hice en parte porque los medios de comunicación, y la opinión pública en general, nombraban a mi pueblo y a sus habitantes como un nido de ratas, como el lugar donde vive la escoria que se dedica a asaltar en la Ciudad y que se esconde en estos barrios donde todxs somos cómplices de todxs y por ello encubrimos a lxs ladrones. Sabía desde antes que ésta era la percepción que se tenía de mi pueblo y por ello lo había ocultado o no lo decía o incluso llegué a mentir (una sola vez que no se va de mi recuerdo). 

Luego viene la parte del llanto: fue hasta días más tarde de la entrada al pueblo de granaderos y soldados, que de por sí ya es común ver. Fue después del gas pimienta que arrojaron por todas las calles una vez que se desalojó la autopista, como una especie de castigo ejemplar a todos los pobladores y de mi angustia por meter a mis perros a mi cuarto para que no respiraran el gas. Fue hasta entonces que, manejando desde mi pueblo hacia C.U. para tomar una clase, me puse a llorar todo el camino. Llegué a la FFyL, y me quebré. Ni siquiera entré ya a mi clase, nada más me quedé adentro del coche. 

Vivir en la periferia supone un entramado muy complejo de desconfianza y estigmatización que sobre todo recae en las mujeres, pero en realidad casi en cualquier persona que no sea un hombre heterosexual. Es un padecer que pasa por dos vías, por lo menos: la que supone la propia sobrevivencia en la periferia y la que te enfrenta al rechazo del lugar al que no perteneces pero que también habitas. Muchas veces he leído o escuchado, incluso de mis amigxs, que de no ser por toda la gente que va del EdoMex a la Ciudad habría menos problemas en el transporte público o en el tráfico, etc. 

No dudo que a raíz de la cuarentena la gente de la Ciudad acreciente su rechazo a todas esas personas tachadas como descuidadas, ignorantes y violentas que viven en la periferia, alegando que seguro ni se quedaron en su casa, porque, como decía en un tuit mi querida Marisol, es más fácil descargar nuestro odio en individualidades que en la estructura que sostiene esa marginación, precariedad y desigualdad.

Hay otro tipo de sensibilidad que ni siquiera puede ser traducida entre las mismas personas que viven en un territorio aparentemente cercano. Es raro. No creo que yo misma pueda hacerle justicia a esa desazón que supone el saber que sobrevives como puedes, con la violencia, con la pobreza, con lo insalubre y que te permite también una temeridad para cuestionarlo todo. Peligrosa, puede ser. Estúpida, tal vez. Pero sólo si se mantiene el supuesto de que aquella normalidad en la que se vivía, una que excluye, margina y precariza, debe sobrevivir y que esto es mucho más deseable que perderlo todo. 

El EdoMex es esa cosa negra, viscosa y deforme que te va chupando la vida poco a poco. La inocencia te la quita tempranamente. El letargo se vuelve prolongado y al mismo tiempo hay que estar a las vivas. Aprendes rápido que no hay que confiar en la policía. Te tardas en entender que quienes venden drogas en tu cuadra no sólo acarrean problemas, sino que también impiden asaltos de otras bandas en tu zona; que ahí estás protegidx (si te reconocen), pero que un par de cuadras más adelante ya entras a otro territorio. 

Casi que como mi efecto retardado con el dolor, me doy cuenta hasta ahora de que vivir ahí es intraducible, incluso para mí, que nunca logré hacer amigxs en mi pueblo. Por eso no espero que lo entiendan, o que no se ofendan, pues aquellxs que señalan como ignorantes saben que lo que se está resquebrajando para ustedes, para ellxs siempre ha sido evidente en la fragilidad de su cotidianidad.  

He estado pensando mucho en eso en estos días de cuarentena. Me confronta que es hasta ahora que me atrevo a escribir sobre ello.

Todavía no lloro. 

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