Lancemos una tesis arriesgada: detrás de la crítica de arte, antes que una preocupación por la definición ontológica del arte o algo parecido, hay una serie de relaciones de todo tipo entre personas que están metidas en el llamado «mundo del arte». Es decir, la crítica de arte se trata más bien de afectos, mafias, intereses, familias, amiguismos, grupúsculos, clases sociales, élites que se pelean o se alían unas con otras. En fin, no es sino hasta después de todos estos arreglos que la crítica emerge solamente como una forma para justificar la práctica. La crítica nos puede ayudar entonces para conocer los dimes y diretes de aquellas cúpulas de poder, pero el problema teórico del arte o de la cultura ahí sale sobrando, es lo de menos. Lo que se juega en el arte que es acompañado por la crítica, por lo tanto, no es otra cosa que una serie de relaciones de todo tipo: políticas, económicas, emocionales, etcétera, pero no una idea del arte. Luego, el arte del que en ella se habla no puede sino reflejar perfectamente todas las estructuras y dinámicas de la sociedad que le dio cabida.
Es verdad que puede ser muy interesante escuchar y compenetrarse en los debates teóricos del llamado “arte contemporáneo”, pero hay que recordar que todxs lxs que están insertxs en ello son también personas y no sólo personajes que alimentan nuestra “avidez de novedades”; y sobre todo, que ahí se están jugando materialmente vidas enteras, no sólo las de ellxs, sino las de todxs lxs que vivimos como parte del mismo sistema de intercambio. Es verdad también que, una vez que unx entiende el arte contemporáneo, se siente más atraídx y envueltx por él, en una lógica neoclásica de obligación al gusto hasta desarrollarlo. Y eso no es que esté forzosamente mal. De hecho, toda educación se basa en ese principio, una especie de apego a aquello que nos ha reprimido (Freud dixit). Ése es un primer nivel de crítica, la de aquella persona que venera las obras y los artistas que apenas ha logrado comprender gracias a sus estudios o intromisiones de cualquier tipo en el medio del arte. Pero después de ese nivel, es necesario tomar posición entre un contenido y otro. Y para hacerlo ya se ponen en juego muchas otras cuestiones, en todas las cuales es inexorable que el sujeto mismo que realiza la crítica se asuma como alguien NO neutral.
Toda crítica, así como todo arte, emerge desde un lugar de locución. Evidentemente, este texto no se salva de ello. Está escrito desde un plano donde bien podríamos decir que si el arte refleja a su sociedad, entonces lo que sucede con Gabriel Orozco y la mayoría de lxs artistas reconocidxs de las generaciones pasadas es lo mismo que pasa con Carlos Slim y nuestros políticos. Ellxs están viviendo en otro mundo muy distinto al que vive la mayor parte de lxs mexicanxs. Ellxs pueden llegar a ser millonarixs o influyentes, reconocidxs, pero no tienen nada que ver con el así llamado “pueblo”. Es entonces en este contexto que surge también la sospecha y unx se pregunta si no todo el arte contemporáneo es un fraude, un juego elitista o incluso solamente una cortina para el lavado de dinero, por ejemplo. El arte en México forma parte de toda la corrupción que vivimos en nuestro país y lo sabemos. Muestra perfectamente al México que sufrimos, donde la mayoría estamos expuestos al mismo nivel de sometimiento, dominadxs, con raíces combinadas, hundidxs en una guerra contra nosotrxs mismxs; y donde, sin embargo, hay una diferencia de clases exhorbitante. Hay quienes pueden entrar en ciertos lugares y quienes jamás, aunque básicamente puedan hacer lo mismo, tengan las mismas capacidades o incluso más “talentos”, eso no importa.
Visto así, pretender hacer “arte contemporáneo” y entrar en sus lenguajes y sus mercados es prácticamente un insulto para una persona promedio del país en que nos tocó nacer y vivir. Hablar incluso de arte contemporáneo en México parece totalmente salido de contexto, una forma impuesta sobre un fondo que no termina de asimilarla aun cuando todos los estilos de dicho arte ya tienen en el arte varias décadas de haber surgido. Nos habla de una modernidad que nunca llegó, de un formalismo que no tiene nada que ver con nosotrxs, de un conceptualismo que nunca se entendió, entre otras cosas; y finalmente de una práctica artística que no tiene ningún impacto social, político ni económico relevante para la mayoría de las personas en un país como éste. Pero antes de dirigir este texto como uno más que se agrega a los vituperios contra el arte contemporáneo encabezados por Avelina Lésper y seguidos de otros intentos menos retrógradas pero igual de resentidos como el de Javier Toscano, habría que prestar atención con mayor detenimiento al papel que cumple todo este entramado de artistas-curador-galería-espectador-arte en un momento como el actual y en un contexto como el nuestro. Este acercamiento, más que llevarnos a alguna meditación erudita sobre el arte, creo que puede decirnos algo sobre nosotrxs lxs que pretendemos una crítica.
En corto, habría al menos tres posiciones que podríamos tomar respecto al mundo del arte actual:
a) Querer ser parte de ellxs, soportar el régimen que impongan y las tensiones que se generen todo el tiempo con tal de seguir perteneciendo.
b) Querer alejarse totalmente, tratar de olvidarles, que se pierdan en su goce y buscar mejor otro lugar, modesto, pequeño y tranquilo, lejos de las grandes narrativas del “arte”.
c) Ninguna de las anteriores: tomar posición en el medio, infiltrarse, aunque jamás presionarse de más tampoco. Es decir, no darles tu vida, pero tampoco relegarse completamente, no suicidarse ni abandonarse, sino saber cuál es nuestro lugar.
Lésper tiene un punto de inicio fuerte y contundente: hay una mafia en el mercado del arte, sobre todo en México. Pero su intento por regresar a los criterios decimonónicos de virtuosidad, manifestada en belleza y habilidad técnica, no da ninguna garantía y termina sirviendo a los peores intereses. Recordemos que justamente la academia de artes de los siglos XVIII y XIX eran también una mafia y a raíz de ello surgieron todo tipo de movimientos de disidencia que más tarde dieron lugar a las Vanguardias. Es necesario sacar, o al menos movilizar, a aquella “mafia en el poder” en el arte, lo sabemos. Pero también sabemos que se defenderán a muerte, dirán que no somos nadie para hacerlo. «A mí me ha costado mi trabajo meterme como para que tú vengas a decirme algo», parlotearán. Del otro lado, muchos dirían: «Qué flojera, no digas nada, no hagas nada, déjalos en su burbuja de cristal, engañados». Pero desde este lado también se sufre y también es un tipo de goce. En todo momento estamos tentadxs a uno de estos dos lados. Más vale aceptarlo y desde ahí tomar posición.
En otras palabras, esto ya está echado a andar desde hace mucho y nosotrxs no vamos a ser quienes lo destruyamos de una vez por todas. Si el urinario de Duchamp regresa una y otra vez disfrazado de diversas maneras en la historia del arte del siglo XX, y lo que va del XXI, es porque simplemente aún no se han destruido los museos. ¿Cuántas veces más habrá que recordar que el arte es lo que hacemos todxs nosotrxs? No lo sabemos, pero hasta que eso suceda, es obvio que surgirá como mínimo un gesto duchampiano de vez en cuando. Es quizá un tanto triste, es verdad, pero antes que espantarse y rechazarlo, lo que sí ayudaría sería saber qué hacer con ello, cómo utilizarlo, cómo resignificarlo, hacia adentro y hacia afuera del ámbito del arte. Más que condenar al arte contemporáneo sin más, al contrario, hay que aprender a reconocerlo e incluso a trabajarlo juntxs. Una vez más, ¡atención! esto no es una denuncia ni mucho menos una protesta, es una confesión incluso, pues todxs somos parte de ello. Ahora bien, la confesión tiene una dinámica bastante perversa; la de que, después de la confesión, todo puede seguir como estaba antes. Como en una especie de desahogo, se paga la condena que se tiene que pagar a costa de que se desate el nudo que lo imposibilitaba ¿Cuál es la condena que tenemos que pagar ahora? Tal vez escuchar a Avelina Lésper y otrxs detractorxs del arte contemporáneo varios años más. Pero aún con esa pena, eso no va a parar la máquina del arte.
Ante algo que no sólo es inercia, sino incluso potencia en muchos sentidos, no podemos hablar sólo de decepción o crítica negativa. Sigue habiendo artistas, estudiantes de arte, gente que visita los museos y galerías, aficionadxs, etcétera. Detrás de cada obra de arte hay gente trabajando, hay a pesar de todo algunas inquietudes que podrían encontrar caminos más interesantes y hay muy probablemente un proceso muy largo de desarrollo del cual el producto que vemos sea solamente una parte. Tal vez lo que hace falta pensar no sólo a lxs artistas, sino a lxs organizadorxs de estas muestras, a aquellxs que escribimos desde diferentes lugares, y en general a la gente que se interesa por el arte en cualquier sentido, sea cómo encauzar estas fuerzas. Por supuesto, tratar de destruir el arte sería equivalente a destruirte a ti mismx y lo más seguro es que más allá de esto último no lograrías nada. Mientras no formulemos una salida mejor, sólo nos queda aceptar que todas nuestras instituciones de arte contemporáneo cumplen con su objetivo bastante acorde con lo que hemos ayudado construir y mantener todxs.
Entre una posición reaccionaria como la lesperiana, y una progresista, casi liberalista, y capaz de asimilarlo todo para llevarlo a sus cauces como la del arte contemporáneo, estamos todxs en tensión; ya sea en el ámbito del arte o fuera de éste, en el de la política o la vida diaria. Pero en esa incertidumbre, de hecho, es inevitable que cualquier crítica sea una mera justificación de la posición que de hecho ya se tiene. La crítica siempre queda fuera de juego en cuanto al arte. Cuando un arte interviene en su contexto, todavía no están todas las condiciones para entenderlo, incluso para acogerlo, sobre todo porque éste tiene la gran labor de generar sus propios términos de interpretación. Hay que entender de una vez por todas que el arte contemporáneo no es un fraude. Es el precio que tiene que pagar Occidente por mantener viva la idea de un ámbito privilegiado donde la creación puede aún escapar a la clasificación, ordenamiento y manejo objetual, en última instancia a la mercancía. Este ámbito, no sólo paradójicamente, sino incluso consecuentemente, se convierte de inmediato en la mercancía más valiosa que pueda producir.
En conclusión, es posible que la crítica sea más cuestión de cuerpos y relaciones entre cuerpos, menos que de ideas o teorías. Bajo este entendido, no se puede ser neutral en ella, sino que siempre se refleja ahí la situación concreta y material de cada quien. Por eso en México, introducirse en el mundo del arte constituye ya de entrada una provocación. Lo mínimo que se puede hacer es tomar posición frente a esta maraña de poderes y potencias que se juegan en ese lugar, asumiendo el papel que cada unx desempeña desde dentro, ponderando las fuerzas. Pero también sabiendo que el devenir de ellas no depende de nosotrxs, al menos no totalmente, reconociendo nuestra posible insignificancia. Siguiendo la tradición occidental moderna de la crítica, nos gustaría decir que ésta tendría que replantearse el concepto de arte que se juega en ella. Sin embargo, como hemos visto, en nuestro contexto quizá no estamos para ponernos a reflexionarlo despegada y detenidamente. El arte contemporáneo en este país está ya cooptado, amañado, amafiado y ya estamos muy metidxs en esto. Ya es demasiado tarde. Por lo tanto, no se trata de defender una idea original o de pureza en el arte, sobre todo porque esa idea de pureza también se sitúa desde un lugar; uno muy dañino por cierto. Repito, el arte ya está echado a andar como para querer detenerlo. Lo más que podemos hacer es infiltrarnos críticamente, pues nadie puede ser profeta o adivino del porvenir. En esta situación al menos convendría comenzar por la crítica a nosotrxs mismxs y la idea que tenemos del arte, a fin de no caer en la trampa de preguntar cómo es que eso devino arte cuando fuimos nosotrxs mismxs quienes que lo convertimos en ello.