Lo primero que hay que entender antes de entrar directamente al tema es que las formas de la lucha han cambiado con el tiempo. No es que unas sean mejores que otras, sino que se adaptan a las condiciones históricas de cada momento. Así por ejemplo, la palabra «activista» hasta hace unas décadas era una especie de insulto. En el contexto de la lucha obrera, el activista era aquél que sin pertenecer a la clase dominada se limitaba a sembrar ideas de agitación sin que sus intereses personales se vieran comprometidos con la lucha. No fue sino hasta la caída del muro de Berlín, y con ello del imaginario obrerista y de clase, que a finales del siglo pasado el activista cobró importancia como consciencia no ya de la clase baja, sino de la clase media. En un contexto totalmente diferente, el activista pasó a ser el sujeto individual capaz de ser crítico con su propio estilo de vida, y no ya el obrero que se organizaba para derrocar o pedir mejores condiciones de trabajo a la clase dominante. El activista se volvió una figura compleja con muchos niveles de actividad, pudiendo operar en todas las clase precisamente porque gozaba de una amplia visión del espectro social de clases. Hoy es mucho más reconocido como luchador social un activista que aquellas agrupaciones u operaciones vinculadas con la lucha obrera, tales como los sindicatos o las huelgas. Este tipo de estrategias se ven incluso un tanto obsoletas, no solamente ya amañadas sino inservibles muchas veces. En cambio, ha cobrado más relevancia el activista solitario que es capaz de mover multitudes o de hacer visibles determinadas luchas, que pueden unirse a otros en acciones o grupos de afinidad o de actividad, pero que no se adscriben a una sola lucha o a una sola forma de operar. Tiene mucho más que ver con el entorno pancapitalista que nació en los años 90 cuando, con los «carnavales contra el capital», se volvió más importante ser capaz de eludir bajo el «hazlo tú mismo», la vida del consumo; y no tanto con la pertenencia a grupos cerrados o partidos con reglas sólidas e inquebrantables.
Daré otro ejemplo: En los años 60 nació, principalmente en E.U., lo que se llamó la «contracultura». Este tipo de lucha está asociada con el hippismo y las luchas de liberación sexual, pacifismo, libre uso de sustancias psicoactivas, los experimentos de vivir bajo reglas propias en las comunas, luchas raciales, y en última instancia incluso vinculada con un tipo de estética en la ropa, la plástica y la música, entre otras cosas. Esta contracultura no era del todo unificada, sin embargo, sus participantes compartían muchas bases comunes. Sobre todo, tenían un enemigo en común: la tecnocracia. En los 70 la contracultura se empezó a diversificar tanto que dejó de poder ser unificada bajo una sola etiqueta y surgió más bien una gran variedad de subculturas. A la vista de esta nueva generación, muchas de las causas de los 60 habían sido claramente fracasadas por utópicas e ingenuas. Los participantes de las subculturas prefirieron muchas veces el aislamiento social, el rechazo solitario al estilo de vida socialmente aceptable y la identificación entre comunes por medio del estilo, eventos particulares y el desarrollo de elementos compartidos, en ocasiones incluso un lenguaje anclado a grupos determinados de gente, ya fuera por marginales o simplemente antisociales. Ya no buscaban la organización masiva vinculada con demandas sociales a gran escala, tales como parar una guerra o cambiar algunas leyes, sino que, si acaso, se veían involucrados en confrontaciones directas por situaciones concretas, ya fuera por mera provocación o por un acto de liberación, defensa o expresión de corto alcance. Entre este tipo de subculturas, el movimiento punk es una de las que más son recordadas y rescatadas en la actualidad, sobre todo por su cuestionamiento a la cultura hippie de la generación anterior (situándonos en el contexto de Inglaterra y E.U. principalmente). Vale decir que de ahí salió el «hazlo tú mismo» que citábamos antes, al igual que la idea de que una actitud política está indisociablemente ligada al gusto estético, cosa que, aunque ya se veía en los 60, aquí quedó remachado.
En términos muy generales y con muchos matices, el anarquismo del punk es más individualista, mientras que el anarquismo hippie es más comunitario. Al menos así lo fue para las primeras generaciones de esta subcultura. Sin embargo, no pasó tampoco mucho tiempo antes de que dentro de este misma subcultura del punk comenzaran a haber cuestionamientos a esta forma de anarquismo que ya no sólo se tomaba como una lucha personal sino que se había vuelto autodestructivo y sobre todo pretencioso. Entre las tantas variantes que surgieron del género, a principios de los años 80 hubo una que en especial criticaba los estándares generales de sus afiliados, sobre todo llamado la atención sobre la manera en el hedonismo y egoísmo en que se había caído sólo reforzaba y le seguía el juego a un sistema de consumo ya bien instaurado en ciertos países con políticas totalmente liberales. Este subgénero es conocido como straight edge. No sólo se diferencia del punk anterior en ser más estrepitoso rítmica y medólicamente sino que quienes lo practican también buscan una autoconsciencia respecto a su entorno, en primer lugar no siendo consumidores de sustancias que los puedan hacer dependientes o mantener distraídos de sus objetivos anti-sistema; pero además identificándose con otras causas como el veganismo, la ecología, el feminismo, incluso llegando a la meditación y el desarrollo de las capacidades corporales a través del ejercicio y la buena dieta, entre otras muchas cosas. La desobediencia, en este caso, resultaba más coherente manifestándose como una forma de autorregulación que como mera explosión u oposición directa ante la autoridad. Por supuesto que hubo muchas otras variantes del punk, así como otras genealogías de la música rock o las luchas sociales contadas desde otros lugares, cada una prestando atención en distintas ópticas o modos de hacer las cosas, pero aquí solamente intento señalar el punto de que la rebelión cambia de forma con el tiempo y en relación con el sitio en que se presenta.
Reitero, lo que quiero mostrar con los ejemplos mencionados antes es simplemente que las luchas y las formas de rebelión responden a su contexto. Son muchos los factores que están involucrados en la emergencia de cada una de las formas de lucha o resistencia que las nuevas generaciones ocupan. Para las generación anteriores, en cada caso, siempre puede resultar algo absurdos los modos que los más jóvenes encuentran para desobedecer. Lo que nos puede enseñar esto, en todo caso, es que en política no hay reglas fijas; sino que a cada momento las voces que exigen ser escuchadas provienen de diferentes lugares que antes no habían podido hacerlo, ya sea porque no existían como formas identitarias o porque no eran lo suficientemente visibles. Incluso, haciendo una autocrítica, hay que advertir que esta manera de referirse a las luchas bajo los términos de «identidad» y «visibilización» son características de nuestro contexto. En otros tiempos o territorios, y bajo otras condiciones, la identificación y la visibilización habrían sido materia de objeción o rechazo. Sin embargo, como iremos viendo en lo que sigue de nuestra argumentación, hoy se han vuelto herramientas para las luchas y rebeldías contemporáneas. Habiendo aclarado estos puntos básicos, podemos pasar ahora sí a tratar el tema de la rebeldía «políticamente correcta» que da título a este texto.
Ya en otro momento hemos hablado de la figura del «rebelde obediente» como aquel personaje que puede hacerle frente a los mecanismos necropolíticos de las sociedades de des-control (ver: Sobre las sociedades de des-control). Sin embargo, ahora vale la pena detenerse a examinar las razones por las cuales esta manera de ser «políticamente correctos» puede causar no sólo desconcierto, sino incluso molestia y enojo a quienes no lo comprenden.
Habría muchas formas de acercarse a este fenómeno social de la desobediencia, rebeldía, resistencia o lucha, que eluden ahora de forma sistemática lo que buscaban, o al menos tomaban como parte de su hacer, algunas generaciones anteriores. Por razones analíticas y de accesible exposición, aquí nos concentraremos solamente en dos formas opuestas de enfrentarse a la cuestión. La primera sería verlo como un avance en los términos de las luchas sociales. Así, ya no se busca la violencia sino la paz; ya no es necesario pelear por destruir las instituciones, sino mejorarlas; ya no es bien visto ser antisocial, sino buscar la conformación de comunidades; ya no se busca la radicalidad, sino la comprensión y el trabajo colaborativo entre sujetos con ideologías dispares. La segunda forma, contraria totalmente a ésta primera, sería verlo como una especie de rebeldía «blanqueada» o una rebeldía que no quiere hacerse cargo de las consecuencias de su acción antagónica y quiere solamente los beneficios que trae consigo la lucha. La crítica más dura, desde esta perspectiva, hacia este tipo de rebeldía, es que, en un intento por rescatar solamente la parte buena de las luchas sociales, se termina siendo conservador, defensor del status quo. En el último de los casos, esta forma de rebeldía puede ser criticable por ser meramente reformista, es decir, por no hacer un cuestionamiento de fondo acerca de todo el régimen actual sino quedarse solamente en la superficie, buscando solamente «parchar» o tapar problemas complejos sin atender las causas medulares.
Como ya lo dije antes, estas dos formas de acercarse a la rebeldía «políticamente correcta» son opuestas y muchas veces se ven como algo totalmente incompatible, excluyente e incluso como enemigos mutuos declarados. Sin embargo, frente a ellas, propondríamos aquí una tercera vía; una que no tendría por qué verlas como forzósamente peleadas una con otra, sino que tendría que ver más con apegarse a la situación que con poder dar una respuesta única ante todos los contextos. Así, antes que lanzarse en contra de cualquier acción que pueda ser situada dentro de alguno de estas dos posiciones, habría que comprender el caso y detenerse a ver su complejidad, si es que se quiere comprenderla y poder discutir sobre ello. En este caso, reiteramos, de lo que se trataría sería de colocarnos del lado de los rebeldes contemporáneos para comprender sus formas de actuar. Vale por ello aclarar que este texto sería en todo caso para aquellos que quieren salir del enojo y la frustración permanente de no entender las luchas actuales, pero evidentemente para quien quiera seguir siendo el amargado de la función es también su problema. Para quienes ya están involucrados en el tipo de rebeldía que aquí describimos quizá tampoco pueda generar un gran cambio, tal vez solamente sirve para continuar lanzando puntos hacia una narrativa actual de las luchas sociales, una especie de autorreflexión que posiblemente pueda llevar a la autocrítica o para la autocomprensión. Prosigamos entonces:
Lección básica de historia contemporánea: si uno se obstina en pensar que las formas anteriores de lucha eran mejores que las actuales, puede terminar siendo simplemente un reaccionario. Es verdad que los rebeldes contemporáneos pueden ser tachados de moderados, blandos o tibios, pero hay que entender que están respondiendo a un contexto que así lo merece. Están contestando muchas veces a situaciones de urgencia u operatividad. Sin duda, esta etiqueta de «políticamente correcto» es una forma de desacreditar a las nuevas formas de lucha, sin embargo, si se quiere ir más allá del mero insulto implicado en esta categoría, habría que ver lo que se esconde también allí. Lo políticamente correcto puede ser visto entonces como una táctica de infiltración o una forma de pasar desapercibido en un ambiente hostil ante cualquier atisbo de rebelión. Vale la pena situar aquí el contexto del que se está hablando, pues las formas en que diferentes tipos de sociedades han encontrado para sofocar las rebeliones son particulares de cada una y, por lo tanto, la respuesta que obtienen por parte de las insurgencias también es sui generis. Acorde con ello, más que seguir hablando en abstracto sobre este tipo de lógicas de la rebeldía, habría que cómo es que en el caso mexicano se presenta este fenómeno.
Empecemos diciendo que en un país como éste, hacerse visible como rebelde no es sólo peligroso, sino hasta estúpido. Lo menos que te puede pasar es que se te cierren todas las puertas para el desarrollo personal, como les pasó a muchos de los que participaron activamente en la huelga del 99 en la UNAM, por ejemplo. Pero más allá de eso es muy probable que termines dañado físicamente e incluso asesinado. Y todo inútilmente, que es lo peor. Hay que comprender que si las autoridades o instancias destinadas al cumplimiento de las leyes fueran eficientes y se apegaran a sus normatividades, entonces no sería necesario luchar por ello ni mucho menos pedir que se refuercen sus mecanismos. Sin embargo, no hay que ser nada suspicaz para darnos cuenta de que en México no podemos contar con estas garantías básicas de seguridad. Ante ello, son las propias luchas sociales las que tienen que hacerse cargo de que las normas se vean cumplidas, pues no hacerlo sería incluso seguirle el juego a una autoridad corrupta y maliciosa. Esta gran paradoja en la que se ve el rebelde actual no es totalmente inédita ni tendría por qué ser sorpresiva. Ya explicamos el caso del straight edge. Visto así, es comprensible que en algunos casos no sea necesario cuestionar completamente la existencia de ciertas instituciones o agencias del régimen actual, sino más bien demandar que lleven a cabo su tarea de forma cabal y sin desvíos. Tal es el caso de las luchas por la justicia en todo el país, por las peticiones de transparencia y la vigilancia, la rendición de cuentas, el cese de la violencia, la defensa de la educación, etc. Aquí es donde la identificación con determinados sectores sociales y la visibilización de problemáticas particulares, pueden tener valor, sobre todo al nivel legal.
Repito, llamar la atención desde la disidencia, en un contexto como éste, no sólo puede resultar peligroso, sino incluso contraproducente o cuando menos infructuoso. Ante ello, las nuevas formas de rebeldía se han dado cuenta de que ya no vale la pena quererse hacer el mártir o el revolucionario en un contexto donde, al menos, a corto plazo, es imposible virar la dirección total del sistema. Vale mucho más en determinados momentos poder lograr un cambio político desde dentro del sistema que arriesgar a ser degollado por el simple hecho de levantar la cabeza. Hay que aprender a apreciar las lecciones de las nuevas generaciones y no quedarnos con la idea de que la sabiduría viene solamente con la vejez; en última instancia, no caer en la tentación de pensar que las luchas pasadas siempre fueron mejores, las reales o más verdaderas, nada más porque fueron las que nos tocaron a nosotros. En todo caso, habría que escucharse mutuamente desde ambos lados.
Una de las lecciones más fuertes que puede dar este nuevo tipo de rebeldes obedientes es que ellos se han dado cuenta de que es necesario refinar las formas de activismo en una sociedad de vigilancia perversa donde es imposible que te escapes de ser castigado por un acto que puede ser tan simple como quemar un árbol de navidad, por ejemplo. Así, remitiéndonos directamente al caso de Fernando Bárcenas y el adorno promocional de Coca-cola, es necesario decir que aunque se trató de una imagen potente y gozosa para muchos militantes, el precio que tuvo que pagar por ello no es comparable con el hecho, sobre todo tomando en cuenta que esa quemazón no inició ninguna insurgencia a gran escala ni nada parecido; simplemente fue un acto simbólico. Lo que quedó claro en este caso es que las autoridades todavía no saben cómo lidiar con actos de este tipo de manifestaciones más resonantes en el imaginario que en la realidad material y se limitan a aplicar penas ostentosas para dar una lección a las luchas. Pero si se lograran afinar los mecanismos de los actos simbólicos sin tener que pagar este tipo de cuentas como la que pagó Fernando, entonces sí podríamos darle la vuelta a los dispositivos de control y vigilancia actuales. Es muy probable que por ese rumbo pudiera ir un activismo porvenir, pero para ello hay que saber ser sutiles, tejiendo fino entre nuestras rebeldías.
Por lo mientras, y desde mi experiencia, puedo decir que la discusión de la rebeldía «políticamente correcta», al menos pare mí, ha dejado de ser una cosa de blanco o negro, buenos y malos, derecha o izquierda. Es algo mucho más complejo. Y en el intermedio he descubierto que hay muchas tácticas más interesantes que el simple estar en contra o a favor, tales como el vínculo, el apoyo mutuo, la terapia militante grupal, los grupos de afinidad, la improvisación radical, la autodefensa. En fin, creo que todavía nos queda mucho por inventar.
La «rebeldía» politicamente correcta cuelga de un arbol como un violador transexual negro en una parrillada del KKK. Resulta que la autocensura es el anatema al fundamento detras del acto de rebeldía, y el rechazo categorico a la violencia solo te have mas facilmente victimizable, pero disfruta hablarle bonito a tus opresores, ahi nos pasas el reporte de como salio todo XD
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