Después del supuesto rompimiento filosófico con la metafísica, es usual encontrar pensadores que aglutinan grandes bloques históricos bajo un problema en común. Por mencionar algunos ejemplos, tenemos a Marx y la lucha de clases; Nietzsche y la voluntad de poder; Heidegger y el olvido del ser; y tenemos a Derrida, que en un giro crítico que se remite necesariamente a Heidegger, problematiza la obsesión de una tradición filosófica que quiere excluir a la escritura; entre muchos otros. Para un historiador, los planteamientos anteriores pueden ser escandalosos por su ambiciosa extensión; pero nos equivocaríamos si por esa razón rechazáramos las resoluciones a los que estos pensadores han llegado. Antes que nada, habría que poner de manifiesto lo que reúne a varios pensadores alrededor de un problema común, sin importar que lo llamen de forma diferente. Se trata de una historia de la filosofía con todo y sus oscilaciones, pues si bien es cierto que podemos advertir una aceleración crítica en sus planteamientos, no es menos verdadero que hay un retorno que pretende frenar las cosas en caso de que éstas nos empiecen a dar vértigo. Este vaivén puede cobrar muchos matices y rostros, pero antes que rechazar alguno de ellos o colocar uno sobre otro, habría que aprender a apreciar la belleza de cada uno, su potencial y su audacia interna y externa.
Una vez dicho lo anterior, podríamos arriesgarnos a pensar la historia de filosofía en términos de una cosmética del pensamiento. En la filosofía hay artificio, y ya Nietzsche nos lo recordaba a propósito del componente retórico de cada concepto; pero hace falta dar un paso más para mirar hacia una crítica a la cosmetología filosófica: sus conceptos no son sólo metáforas, sino maquillajes. No podemos ejemplificarlo mejor sin acudir al recurso trascendental, esa sombra que adorna los ojos de una naturaleza cuya mirada no nos deja de asustar. Pero nuestro cuestionamiento no compromete menos a la ontología inmanente, la cual exige que extraigamos un poco de heroicidad de una naturaleza irreductible a nuestras explicaciones. No obstante, nos equivocaríamos si al leer estas líneas propusiéramos «algo» que subsuma todo lo anterior. La filosofía que estamos describiendo parte de la certeza de su inestabilidad, del caos de la historia y de los hechos. Y en lugar de querer disfrazarlos con la homogeneidad, se prepara para aplicar más maquillaje, pues extrae sus mejores axiomas de la superficialidad del maquillaje que se sepulta bajo cada capa.
La diferencia entre metáfora y maquillaje es que la primera trata de ir «más allá de la forma», mientras que la segunda se queda con ella, la toma en cuenta de una forma muy presente, pero para brindarle nuevos semblantes en cada ocasión. Sobre todo, la metáfora tiende a olvidar que lo es y corre el riesgo de convertirse en metafísica, como ya lo señalaba Nietzsche. En cambio, el maquillaje sabe que el resultado de su acción es sólo una imagen más del pensamiento, no es la última ni la mejor. Se toma a sí mismo como un recurso efímero que ha de servir a veces como seducción, en ocasiones como simple reducción, o también como camuflaje para no ser descubierto; pero siempre considerando su propio uso múltiple y su ineludible desgaste: es inevitable que ya por la noche caigan las máscaras, se corra el rimel y el labial se borre pero siempre a cambio haya impregando ya todo objeto o sujeto que tuvo contacto con él. Peluca sobre peluca, sombra sobre sombra: inclusive en una filosofía antropológica no ha habido más que un esfuerzo por maquillar las cosas. ¿Los estoicos? Un par de hombres que utilizaban maquillaje marca «ataraxia». Y los cínicos ni hablar: toda esa escena de la masturbación pública no es más que un montaje no menos artificioso que el de un payaso. Hoy en día se hace urgente asumir la cosmetología filosófica, y sólo bajo el recurso de la cosmética podemos dar lugar a lo que otros pensadores quisieron llegar: una filosofía no humanista, sino monstruosa.
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