Para bien o para mal, la filosofía y el arte se han colocado como las dos más altas esferas de toda la cultura occidental. Estas dos esferas se corresponden, por ejemplo con las dos sustancias que definía Descartes, o bien los dos modos en que el ser humano participa de la sustancia en Spinoza. A la filosofía le corresponde lo referente al pensamiento y al arte le corresponde el cuerpo. La filosofía es el pensar por sí mismo, sin ninguna función u objeto determinados; y el arte, bajo las mismas premisas, es el hacer del cuerpo por sí mismo. Ahora bien, estas esferas aparentemente separadas han cobrado un giro que ha problematizado su distinción en el último siglo más o menos. Es aquí donde emergen las figuras de Nietzsche y Duchamp como símbolos de este reto, aunque, por supuesto, no son los únicos.
Nietzsche, como es sabido, realizó un giro total en la historia de la filosofía colocando a la razón por debajo del cuerpo. Por ejemplo en aquel pasaje del Zaratustra, donde dice: «Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido –llámase sí-mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo. Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría». Como buen romántico, el arte, para Nietzsche también se encuentra en tan alta estima del filósofo a tal grado que llega a decir que nosotros mismos hemos de concebirnos como una obra de arte. Desde Nietzsche, la filosofía que no toma en cuenta el cuerpo, sus deseos, sus transformaciones y relaciones, no figura en la historia del pensamiento (entiéndase cuerpo como «materia», «inmanencia» o en todo caso «res extensa«). Pues bien, este giro que provocó Nieztsche en la filosofía, Duchamp lo hizo en el arte.
Cuando hablamos de arte no nos referimos a aquella esfera especializada e instrumentalizada que compone un cuerpo ambiguo y convenenciero de muchos tentáculos que finalmente termina reduciéndose en una cuestión económica de lo más superflua sobre quién gana dinero de ello, quien no y cuánto. Nos referimos al mero «hacer» del ser humano, como lo dirían sus raíces griegas y romanas (techné y arts respectivamente). Así, todo hacer del hombre es un arte. Y bajo esta premisa evidentemente se pueden hacer cosas mejores que otras, algunas más funcionales, otras más estéticas, más provocativas, etc. Para tratar de establecer criterio y medir esto es que surgieron las instituciones del arte. Pero el giro duchampiano es más sencillo y fundamental. Pasando por alto, o más bien utilizando, la institución del museo, Duchamp nos lleva a la pregunta elemental sobre lo que es el arte mismo, como «hacer» del ser humano; dónde están sus límites espaciales o temporales. Es aquí donde el cuerpo se encuentra con el pensamiento. El gesto está en que Duchamp, con el ready-made no «hace» algo. Es un gesto del pensamiento.
Aunque prácticamente todas las Vanguardias e incluso las protovanguardias intentaron esta famosa unión entre arte y vida, la Fuente de Duchamp sigue siendo símbolo y fuente de esta forma de trabajar que ya no se conforma con un trabajo artístico sobre la materia, sino que se toca con el pensamiento. La biografía de Marcel Duchamp no importa, ni siquiera si fue él el autor de esta obra. Lo que importa es que aunque el pop, el nuevo realismo, el arte conceptual, etc., puedan tomar como punto cero a Duchamp para trabajar a partir de ahí, ninguno de estos movimientos ha superado el gesto del que aquí damos cuenta. El giro de Duchamp, inverso al de Nietzsche, se resume en lo siguiente: demostrar que el pensar también es un hacer.
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