La época moderna, ya Baudelaire lo había dicho, se define como aquella que se caracteriza por buscar siempre la novedad sin parar. En ella se busca siempre un modo nuevo de lo mismo, de ahí se deriva la palabra moda y no alrevés. En el siglo XX vivimos una aceleración de lo moderno, al resultado de ello se le ha llamado sobremodernidad (Marc Augé) o más comúnmente posmodernidad. Lo que experimentamos además de la aceleración fue un alcance de las modas a niveles masivos. Cada moda del siglo XX era perfecta, se colocaba como la gran salvadora de la humanidad. Y muchos se lo creyeron. Todos nos lo creímos por un tiempo, hasta que llegaba una nueva moda a modificar todos los estándares, a cuestionarlo y criticarlo todo desde un nuevo punto de vista. El punk, por ejemplo, era una moda, como cualquier otra. Pero hay sujetos que se quedaron en esa moda, tratando de extraer su esencia. La esencia del punk es la esencia de cualquier otro género musical pasajero y de cualquier otra moda. Se trata de un espíritu de ruptura, de cuestionamiento. Aquellos que se quedan en una moda durante mucho tiempo creyendo que ahí han encontrado algo trascendental no son más que aberraciones modernostáticas. Uno se podría quedar parado en cualquiera de ellas, todas llevan la misma esencia. “Esto no es una moda” decían, “es un estilo de vida”, decían. Pero no se daban cuenta de que el estilo de vida que buscaban alejado de la norma era el de la modernidad misma. No es solamente el del capitalismo, como ya Thomas Frank lo diría, sino de otra cosa que está mucho más allá de este sistema. Es un germen que se esconde en los orígenes de la civilización occidental, y que viene con la posibilidad filosófica de cuestionarse a sí mismo.
Hoy tenemos por ahí rondando todavía muchos hippies, punks, metaleros, darketos, rockabillys; es decir, fanáticos y otakus de todo tipo. Cada uno de ellos sintiendo que lo que ellos son es lo único que deberíamos todos llegar a ser. Todas las llamadas «tribus urbanas» no son más que aberraciones de las modas, efectos secundarios no contemplados de la orgía del siglo XX. Si ya no hay emos es porque éstos eran muy conscientes de su calidad efímera, pero aquellos que todavía alcanzaron a vivir parte de su adolescencia en el siglo pasado tienden a convertirse en aberraciones modernísticas de la música.
Todo aquel que en este momento siga haciendo música es un conservador. La música ha dejado de ser el eje de las modas. Aquellos que siguen apegados a ella se han vuelto lastres, piedras, escombro de la demolición constante de la realidad. Quedan ahí como fan(s)tasmas, zombies; aferrados no a la moda, sino a una moda específica. La moda se los tragó, les marcó su cuerpo, se llevó su vida. Son un poco como aquellos idólatras de la época medieval que de vez en cuando juegan a que se transportan a ese momento histórico y se visten, actúan y escuchan música supuestamente medieval, tratando de encontrar en ella lo que no encuentran en lo actual. Este tipo de aberraciones son inevitables en todo movimiento, son los restos, migajas, remanentes, residuos, de la fricción entre lo que es y lo que todavía no es.
Y, sin embargo, todas esas aberraciones guardan un secreto, muy silenciosamente e incluso a pesar de ellas. Es la certeza de que todo va a caer algún día, todo este universo será destruido con el mero paso del tiempo, el devenir es inevitable. Ante tal visión apocalítica, los mutantes no deseados de la moda prefieren quedarse estáticos, agachados, escondidos como ratas en el underground; viviendo el sueño pestilente de un cadáver. Prefieren vivir como aberraciones moribundas que morir cada día en un avance sin sentido y sin destino aparentemente. Saben que el destino siempre es la muerte. Por ello viven como muertos. Al menos hay que agradecerles, a esos que todavía dan su vida por el rock and roll y otras de esas quimeras, autocrucificándose, que nos recuerdan las consecuencias no deseadas que conlleva todo movimiento. Aunque eso, por supuesto, no va a hacer que nos detengamos.
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