Nadie, considero, podría negar con solidez la relevancia, centralidad y preponderancia que la noción de “víctima” ocupa tanto en discursos como prácticas políticas contemporáneas. La legitimidad del concepto para enmarcar, comprender e intervenir en los procesos de politización, búsqueda o impartición de justicia parece, hoy en día, fuera de toda duda: baste pensar en los reclamos de reconocimiento, justicia y reparación a las víctimas surgidos en diversos contextos de movilización social, o en la generación de políticas públicas, además de manuales y protocolos para atención a las víctimas por parte de organismos gubernamentales. No obstante, que su aparente evidencia y su circulación masiva sean patentes no equivale a concederle a dicho concepto ni obviedad semántica ni neutralidad política. Dicho de otro modo: no sólo el significado de “víctima” dista de ser unívoco, manifiesto o evidente, sino que la heterogeneidad de sus usos indicaría, al menos en principio, su carácter polémico y por tanto disputable. Examinar los supuestos políticos, epistémicos o antropológicos, así como los alcances y límites del término “víctima” dentro de nuestras prácticas políticas es, pues, una tarea ineludible para la filosofía, la literatura y la teoría social contemporáneas. Esa es precisamente una de las complejas operaciones puestas en juego por La ciudad de los vivos, del escritor italiano Nicola Lagioia, quien, a partir de la crónica de uno de los crímenes más cruentos y mediáticos de la Roma contemporánea, nos ofrece, además de una lección brillante sobre la maldad en el ser humano, un comentario crítico a la noción de victimización como proceso de producción de subjetividades.
I. Nicola Lagioia, La Ciudad de los vivos
Marco Prato y Manuel Foffo, dos jóvenes de la burguesía y élite cultural romana, asesinan a Luca Varani, chico de clase trabajadora cuyos vínculos con los círculos de Prato y Foffo están mediados por la prostitución: Luca, ocasionalmente, vendía sexo a los cuadros hedonistas de la juventud acomodada de Roma. Pero, ¿cómo había comenzado todo? Tras pocos meses de conocerse, Manuel y Marco se enrolaron en una “fiesta” privada de varios días cuya lógica parecía consistir en nada más que el consumo ansioso y desesperado de vodka, cocaína y prostitutxs. El último día, Luca es invitado al departamento de Foffo, donde éste y Prato lo ejecutan brutalmente: una bebida adulterada, una bañera, cuerdas, dos cuchillos, un martillo. Lo más intrigante del caso, no obstante, no es la saña, la crueldad o el grado de sadismo con que fue asesinado Luca, sino la aparente falta de móviles: ninguna razón de peso, ninguna explicación material, ningún crimen de odio, no hay revancha ni ajuste de cuentas. Manuel Foffo, de hecho, no conoce a Luca: tan ignora la identidad de su víctima que, cuando le confiesa el asesinato a su padre, es incapaz siquiera de recordar (¿lo supo alguna vez?) su nombre. Más tarde, al rendir declaración ante el Fiscal, el propio Foffo suplica: “Sí, he sido yo, métanme en la cárcel, pero, por favor, explíquenme por qué he hecho algo así, porque no lo sé”. Prato, por su parte, nos confronta con la aberrante paradoja de admitir la autoría del crimen negando, al mismo tiempo, toda culpa. El punto está en que ambos están dispuestos a reconocer su participación en el asesinato de Luca, asumiendo las consecuencias jurídicas, pero ninguno de los dos es capaz de vincularse con sus actos en términos de responsabilidad ética o política. Son, ante todo, el vértigo y la fascinación producidas por este misterio lo que Nicola Lagioia, autor del libro, convierte en su objeto de indagación.
El libro de Lagioia oscila entre la crónica, el ensayo y el relato de no-ficción, pero es, fundamentalmente, una lúcida reflexión sobre antropología del mal. Su texto trabaja y re trabaja constantemente una pregunta: “¿qué queda de la culpa cuando el criminal ya no es capaz de admitirla? […] Por más que cada uno les hubiera contado a los carabinieri el crimen de forma diferente […] hablaban del asunto como si no hubieran sido ellos quienes obraban, sino otra cosa, un oscuro director de escena que se había hecho cargo de todo. Ambos, sin embargo, más que a una culpa clásica, parecían apuntar a un misterioso vínculo causa-efecto”. El recurso a la retórica de la “posesión” y del “sacrificio” o la “ritualidad”, está presente no sólo en Prato y Foffo, sino también en los relatos de familiares y amigos e, incluso, en el del fiscal del caso. Lagioia, en ese sentido, reflexiona hondamente sobre el papel del lenguaje, de la manera en que unx y otrx de lxs involucradxs –víctima, victimarios, familiares, periodistas, autoridades, Lagioia mismo– entretejen narrativamente los hechos, haciéndolos aparecer de cierta forma ante la mirada de lxs otrxs; y sobre lo que tales reconstrucciones narrativas pueden revelar, o no, sobre la tesitura psíquica de lxs implicadxs: “El asesinato arroja luz sobre la víctima y el verdugo, y siempre es una luz parcial, una luz perversa: el asesinato es el mal y el mal es el narrador de la historia”; “Era ahí, pensaba yo, donde el narrador vuelve a asomar la patita. El reconocimiento de las propias responsabilidades en una acción deleznable se estaba convirtiendo, a nivel emocional, en una prueba insostenible. Nadie era ya capaz de imputarse una culpa, nadie reconocía en sí mismo la posibilidad del mal. ¿Sería el narcisismo de masa?”.
Lagioia insiste una y otra vez sobre diferentes caminos, esforzándose por incorporar el carácter indigesto de un crimen sin sentido aparente; no tanto para traducirlo a términos que nos lo hagan más digerible, sino empleándolo como un prisma a través del cual podamos leer algo acerca de nosotros mismos: 1) el exotismo hedonista de nuestras subjetividades neoliberales, que apuesta por la entronización del individuo como fin último y unidad mínima de sentido, al tiempo que pone en crisis las categorías de agencia, culpa y responsabilidad, o las disuelve en discursos psicologistas desgajándola de toda dimensión colectiva; 2) la ambivalencia de la categoría de “víctima” y su pretendida incuestionabilidad, tan manida hoy tanto en los estudios sociales como en la literatura y las artes en general; 3) el “narcisismo de masa” y la interminable labor de otorgarle sentido a nuestras vidas en un contexto en el que el término “futuro” ha perdido toda densidad.
Me detendré brevemente sobre estos últimos puntos, pues considero que es a partir de ellos que las reflexiones de Lagiogia pueden engarzarse con una problematización —una discusión crítica, al menos— de la noción de víctima. En primer lugar, es notable el estrecho vínculo que el escritor establece entre las categorías de agencia, culpa, responsabilidad y la ambigüedad de la noción de víctima, puesto que al examinar las declaraciones tanto públicas como judiciales de Prato y Foffo, resalta el hecho de que sus narraciones encadenan los hechos como si se tratase de un proceso meramente mecánico, de una causalidad ciega y, por tanto, desprovista de toda dimensión moral. Expliquémonos. Hilando los acontecimientos en términos causa-efecto, los perpetradores se despojan a sí mismos de toda agencia: incluso su imputabilidad jurídica (“métanme a la cárcel”) adquiere así la consistencia de un fenómeno natural, de un desenlace tan necesario como inocente: tal como el desprendimiento de calor y la oxidación de carbono e hidrógeno son, por así decirlo, los productos naturales de la combustión, así la cárcel sería el resultado natural, necesario, del asesinato de Luca.
Pero al narrar así los acontecimientos, Marco Prato y Manuel Foffo estaban, simultáneamente, renunciando a su propia subjetividad y colocándose a sí mismos en la categoría de objetos; meras cosas cuyo trazo y movimiento se explica siempre por la huella, el impulso y la determinación de lo externo, de lo que está fuera y más allá de sí mismas. Ahora bien, ¿no es precisamente esta renuncia y esta plena auto-cosificación lo que, paradójicamente, los emparenta con su víctima? ¿no es justamente esa reducción a cosa, ese despojo de subjetividad y agencia una de las connotaciones ínsitas en el concepto de víctima? Es a esta ironía perversa a lo que apunta el sintagma “narcisimo de masa” propuesto por el autor italiano. Por un procedimiento retórico tan paradójico como perverso, tanto los muertos como los perpetradores adquieren, objetualizándose, el estatus de víctima. Lo más interesante de este mecanismo de objetivación, creo, no es este efecto irónico, sino el hecho de que mediante él Lagioia nos muestra la no-naturalidad de la condición de víctima, es decir, su carácter procesual, el hecho de que uno llega a ser víctima mediante un proceso al mismo tiempo práctico y lingüístico que dista mucho de ser simple o autoevidente; y que en todo caso no puede reducirse meramente el hecho de haber padecido violencia. Si queremos pensar la condición de víctima en toda su densidad, entonces, es necesario —como lo hace Lagioia— desnaturalizar su estatuto político y reconstruir los mecanismo a partir de los cuales se configura la diversidad de sus sentidos y alcances.
La ciudad de los vivos, pues, despliega su operación sobre el lenguaje, sobre las formas de narrar/pensar el mal partiendo de una poderosa premisa que explotará hasta sus últimas consecuencias: “El asesinato arroja luz sobre sí mismo para dejar el resto en sombras, para que víctima y verdugo se confundan en la excepcionalidad de lo sucedido. Al mostrarnos a los verdugos como monstruos, nos impide acercarnos a ellos a nivel emocional; reduciendo a la víctima a lo extraordinario de su suerte, la aleja de nuestra empatía […] Si el narrador, es decir, la trama del asesinato, aspira a distorsionar nuestra mirada (llevándonos por un lado a no sentir amor por la víctima; por otro, a hacernos la ilusión de que lo que despreciamos del verdugo nos es ajeno) el movimiento para liberarnos de esta trampa debería ser doble. Deberíamos amar a la víctima sin necesidad de saber nada sobre ella. Deberíamos saber mucho del verdugo para entender que la distancia que nos separa de él es menor de lo que pensamos.” Y Lagioia lo consigue: su trabajo narrativo logra no sólo confrontarnos con nuestra propia capacidad de hacer el mal, sino sobre todo resistir a la tentación de convertir dicha posibilidad en una verdad metafísica (a la Agustín de Hipona o Rudriger Safransky, por ejemplo). Lagioia nos empuja a empatizar con los “verdugos”, mostrando lo profundamente humana que es su crueldad, pero haciendo evidentes las determinaciones concretas que hacen de esta experiencia del mal un producto histórica y culturalmente normado. Nos muestra, en fin, que estas formas específicas de la crueldad no son una excepción monstruosa, sino la expresión hiperbólica de una forma de vida y una cotidianidad que son las nuestras. Por si hiciera falta otra virtud, otra razón para leerlo, el libro incorpora en su construcción a Roma, la “Ciudad eterna”, no como mero ambiente escenográfico donde se despliega el crimen, sino como un personaje más o, mejor, como clave y síntoma de esa forma de vida que reclama sus modalidades especificas de hacer el mal.
Posdata
Ustedes disculparán el grosero cliché, pero voy a repetir la monserga aquella según la cual la lectura —ciertas lecturas y ciertos libros— me ha salvado de esta labor infame que es tratar de encontrarle ya no sentido, sino a penas anclaje, orientación, tregua a la experiencia de tratar de sobrevivir humana y dignamente como miembro de la “clase-media-urbana-millenial” de la CDMX; pero me ha salvado sobre todo de mí mismo y de las peligrosas ilusiones de individualidad, de autosuficiencia, de aislamiento, frustración, aburrimiento y hastío que acompañan tan de cerca a nuestra generación.
Una de las cosas que más disfruto y que me confirman en mi vocación de profesor es la posibilidad de compartir con otros las cosas que tienen sentido para uno, aquellas que han dejado de ser obvias o que, llegado a cierto punto, se han comenzado a imponer como problemas urgentes; invitarles, pues, a andar los caminos por los que uno se perdió, tropezó o se encontró con vivencias o conclusiones que consideró importantes. Así que, aunque ninguno de ustedes lo haya pedido ni esperado, he decidido compartirles algunas de esas lecturas a modo de invitaciones. A ver qué les resuena, pues.
Antonio Rocha Buendía
@rocha_ntonio