La radio como un tipo de arte (factor alfa)

Cada tanto se vuelve necesario hacer una revaloración de las artes, sus criterios, sus jerarquías, sus medidas, etc. Sólo como ejercicio imaginativo, y no tratando de establecer un canon, intentemos pensar en manifestaciones culturales recientes que pudieran acceder a la categoría de artes, e incluso «bellas artes» si es que aún nos atrevemos. Ahí, como todos sabemos, se ha colado ya el cine como «séptimo arte» desde que en 1911 Ricciotto Canudo le denominó así. Pero justamente siguiendo esa lógica probablemente tendríamos que pensar ahora en toda aquella infinidad de medios o formatos que hoy forman parte del arsenal creativo que ha sido desarrollado durante el último siglo y que hoy podemos fácilmente consultar y ser parte de ello en la internet. Si ya tenemos en la lista de espera una amplia gama de artes bien aceptadas que aún no gozan de aquel estatuto clásico dirigido por el gusto, tales como el performance, la instalación o el arte del concepto, todavía haría falta preguntarnos qué hacemos con la publicidad, o expresiones más específicas que no entrarían en las categorías ya establecidas pero tampoco podrían quedar fuera. Pensemos en los anuncios de televisión o los videoclips, los cuales no pueden ser considerados «cine» pero tampoco se puede decir que no lo son, en el sentido llano de que son imagen en movimiento. Dejándonos llevar por un impulso particularista, tendríamos que preguntarnos si no es necesario pensar de nuevo algunas de las categorías artísticas completas, tales como la música, integrando una visión mucho más pormenorizada de sus diferentes presentaciones. No solamente tendría que examinarse los géneros sino todo el arte que hay en sus medios, por ejemplo, el de la grabación, la edición o la ejecución en vivo. Todo ello sin duda ha transformado la manera en que percibimos hoy aquel viejo arte que toma al sonido por territorio.

Lo cierto es que los senderos del gusto son muy extraños. Como lo habría descrito David Hume en el siglo XVIII, el gusto es posible de ser desarrollado a partir de un conocimiento cada vez mayor de las cosas. Sin embargo, sucede también que las personas que han desarrollado este gusto a un nivel de exquisitez pierdan completamente el sentido común. Observan cosas que nadie más ve y, peor aún, a nadie más le interesan ni le sirven absolutamente para nada. La línea divisoria entre cuándo se está llegando a este punto es invisible. Nadie sabe dónde debes parar. No hay regla. No hay leyes para esto. Pasa así con géneros específicos de música, cine, artes visuales, arte conceptual, etc. Y pasa mucho en la academia. De hecho, quizá es el espacio más caracterizado por este tipo de operaciones ultraespecializadas que ya no aportan nada al común de la población. Pasa como en aquellas discusiones bizantinas, como suele decirse. Por otro lado, el gusto popular tiende a denostarse y verse como algo vulgar. Tiende, en su sentido más bajo, a perderse también en la ambigüedad total. Ya todo se percibe igual. Tampoco hay límite para esto. El juego entre estos dos extremos determina algo que transitoriamente podríamos llamar «voluntades de la belleza». Y es quizá ahí donde tendríamos que enfocar nuestra atención si lo que queremos es sopesar las artes actuales, tanto como las de siempre.

Vale la pena el esfuerzo mencionado sobre todo cuando navegamos por internet y de pronto resulta inevitable que las redes sociales nos hagan sugerencias basadas en nuestros gustos. ¿Qué es lo que sucede? que quizá muchas veces pueden acertar, pero otras veces no es así. Las máquinas no saben de gustos, los algoritmos toman simplemente parámetros estandarizados, repeticiones que asocian sin gusto. El gusto es algo que tiene que ver con algo que va mucho más allá de cualquier medida objetiva. Lxs adolescentes saben que cuando uno escucha una canción lo que está en juego son muchas más cosas que aquello que puede ser captado por las máquinas. Por otro lado, si de verdad llega a pasar que aquellas sugerencias de la web efectivamente responden a nuestros gustos y todo lo que nos ofrecen es de nuestro agrado, de lo que debemos desconfiar es de nuestro propio desarrollo del gusto y no sorprendernos de la eficiencia de las computadoras actuales. Es, en ese caso, más correcto decir que nuestro gusto se ha degradado, minimizado y ajustado a la estandarización de las máquinas y no al revés.

Como resulta evidente, el arte contemporáneo, en su generalidad, abarcando por supuesto una gran cantidad de miniexpresiones, no transformó a la sociedad. Esto no quiere decir que no sirva para nada o que sea un engaño, o que tengamos que denostarlo por burgués. Lo que quiere decir es que ahí se estuvo gestando otro arte distinto, del cual, nos atrevemos a hipotetizar, todavía no vemos todas sus consecuencias. Tiene que ver con el trabajo sobre el concepto, y éste último se vincula entonces con la era de la información y no de la comunicación en la sociedad de masas. En ésta última, en cambio, podemos identificar una serie de medios que se encargaron de explotar los diversos canales de recepción social y, por lo tanto, la configuración otrora futura de las subjetividades multitudinariamente. Un fenómeno inédito de nuestra cultura es que las tecnologías marcan también ciclos o etapas de nuestra vida. Así, recordamos un periodo de nuestra vida a través de las tecnologías que usábamos. El filósofo Jacques Derrida estaría feliz con esa imagen.

El sueño derridiano de que aceptemos que la memoria no existe sin los medios que le permiten existir como tal se ha cumplido al haber quedado expuesto que siempre fue así. Pero lo que no siempre fue así es que nos quedará tan claro. Por una operación psicológica en la que la calidad de efímero de las tecnologías se va haciendo cada vez más palpable, nuestra forma de concebir la memoria, en lugar de separarse de ellas como algo independiente, se apegó aún más. Es decir, tendíamos a concebir las mediaciones técnicas como algo apartado de nuestra capacidad mental sólo en épocas previas, cuando la sucesión de las tecnologías era mucho más lenta, como los medios de reproducción de la escritura o de las imágenes en la industria editorial, por ejemplo. Creíamos, con ello, que el libro simplemente servía como medio o instrumento para transmitir ideas. No reparábamos en el medio en primer lugar porque lo dábamos por hecho, es decir, como algo que ya estaba ahí, pero al mimso tiempo le quitábamos importancia porque sabíamos que no siempre iba a estar ahí. Entonces, al encontrarse en esta ambigüedad del cambio, se mantenía en un limbo, permaneciendo inconmensurable y difícilmente estimable. A manera de auto-protección, simplemente lo eliminábamos.

El cambio que ha sucedido ahora es que ya no es inconmensurable la sucesión de una tecnología a otra. Tenemos muy claro cuántas décadas pudo durar el cassette como medio de reproducción del sonido, o el cd, o el disco de vinil. Entonces se nos ha hecho fácil vincular nuestra memoria con aquellos medios. Pero, como decíamos antes, por una operación psicológica, en lugar de que eso nos llevara a reforzar nuestra concepción de que las ideas están separadas de los medios, lo cual sería lo más lógico, nuestra memoria se ha apegado más a los medios. Y aquí queda demostrada la tesis de Derrida. No obstante, lo que aquí nos interesa hacer notar es la forma en que se constituye aquello que ha sido identificado como psiquismo en correspondencia con nuestros aparatos sensitivos en su relación siempre mediada, sobre todo en vínculo con los medios y formatos. Eso nos demanda por lo tanto una actualización de nuestro gusto, por lo menos.

Si la provocación filosófica acerca de la existencia del sonido que genera un árbol que cae en el bosque y no hay nadie para escucharlo ha podido ser objeto de un despliegue de discusiones, donde la respuesta puede ser afirmativa o negativa de acuerdo con el punto de vista, por lo que habría que preguntarnos no es quizá sobre la existencia o no de ese sonido, sino de los oídos facultados para ese tipo de fenómeno. Es decir, la cuestión más importante no sería la clásica: «Si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo, ¿hace algún sonido?»; sino más bien la siguiente: «Si un árbol cae en un bosque y no hace sonido alguno, ¿hace algún oído?» En otras palabras, tendríamos que preguntarnos qué tipo de subjetividad nace a partir de la posibilidad de separar lo auditivo de lo visual, la cual nos proporcionaron aquellos medios de los últimos dos siglos en los cuales efectivamente podíamos ver, por ejemplo, una película muda donde cae un árbol, pero no escuchamos nada.

En los medios audiovisuales es muy claro podríamos hacer una clasificación donde solamente el cine ha tenido el privilegio de considerarse como una más de las bellas artes, debido a que –siguiendo los criterios de los siglos en que esta categoría se configuró– es un nutriente para el desarrollo de la facultades inferiores del ser humano; dejando así de lado a la televisión y el video como medios y los infinitos formatos de éstos. Es verdad que hay quien limita la pintura al lienzo, así como el cine al trabajo sobre el filme, pero ¿vale la pena continuar con esas visiones reduccionistas? Y si no lo hacemos, ¿no se nos abre cada arte a un sinnúmero de posibilidades como lo harían el dibujo, la ilustración, el grabado o cualquier otra arte gráfica en el caso de lo pictórico por ejemplo? Cada uno de estos formatos probablemente exige su propio juicio y dictamen artístico, puesto que su alcance, difusión y recepción, son específicos. Si pensamos el cine como medio masivo, entonces ahí se emparejan también la televisión y la radio por lo menos. Y es aquí donde no solo las producciones audiovisuales se ven tensionadas, sino también aquellas que se centran únicamente en la disposición y articulación de los sonidos. La música entonces pierde su privilegio en este dominio en que antes reinaba tan serenamente.

Si tomamos como criterio la amplia influencia que pudo tener algún tipo de arte no solo sobre la vida y obra de varias generaciones de artistas, sino también de la gente fuera de las esferas especializadas del mismo, llegaríamos a la conclusión de que más que algunas de las corrientes hiperespecializadas del arte contemporáneo, fueron los formatos y géneros comerciales de las artes musicales el romanticismo, o quizá el impresionismo, del siglo XX. Y la radio cumplió una labor muy particular en ello como medio de comunicación de masas que tenía a las señales auditivas en su espectro de actividad. Es verdad que no estaba sola. Pero aunque el video hizo lo suyo, la historia de éste le sitúa más bien lejos de los medios masivos en un principio y más cercano a los diferentes formatos de grabación como el cassette, o el cd. En todo caso sólo se fusiona con la cultura musical hasta el final del siglo XX. Lo que sí es más coetáneo son todos aquellos añadidos cuasitácitos sin los cuales la experiencia de la audioescucha no habría adquirido tanta fuerza. Y es que los artistas y bandas musicales en el s. xx implicaban una composición colectiva que conllevaba poesía, música, vestimenta, fotografía, imagen en movimiento, estilo, actitud y toda una industria trabajando alrededor del eso que se percibía por los oídos principalmente, pero que impregnaba a todo el cuerpo y la mente.

La música del siglo XX no logró transformar el mundo y actualmente ha vuelto a su ámbito meramente de entretenimiento. Pero, por otro lado, es posible que aquellos dispositivos que fueron una vez solamente su medio de vida adquieran una nueva libertad. Si lo vemos en términos comunicativos y de entretenimiento, es obvio que la radio, junto con sus compañeros tecnológicos de la época, ha sido superada por el internet. Ahí se pueden encontrar no solamente muchas de las producciones musicales del siglo pasado, sino que que se pueden difundir las propias y también se puede acceder a las que cualquier persona con un acceso mínimo a la red puede generar. Por ello, también es evidente que seguir haciendo radio de la misma manera en que se hacía antes del tiempo de internet resulta obsoleto e inútil. Pero eso no quiere decir que no se pueda hacer radio de otras maneras. Ahora es cuando, separada de sus funciones de servidumbre hacia las masas, la radio apenas puede comenzar a explorarse como medio por sí mismo. Apenas es posible conocer sus potencialidades desnudas. Así, la canción pop, el locutor, la noticia, entre otros elementos de la radio tradicional, se ven citados en una calibración de este arte, pero de una forma inédita, como materiales de composición sonora separados de sus estándares de buen funcionamiento y calidad. En este ejercicio lo más importante tendría que ser directa y llanamente la pregunta: ¿qué es la radio?

Y es preciso hacer una última advertencia acerca de que esta consideración de la radio como una forma de arte no es un reclamo para que ésta sea contemplada dentro de aquella numeración tradicional, como octavo, noveno, décimo arte. Al contrario, se trata de exponer la arbitrariedad de las siete anteriores, de tal modo que se nos abra la posibilidad no solamente de apropiarnos de la radio de nuevas maneras, sino de todos los medios en general. 

*Este texto es parte de una reflexión intermitente que tiene una primera parte en El dispositivo canción: tecnologías de la transfiguración sentimental.

** Este texto forma parte de las lecturas de algunos episodios de la Meta-radio de Radio Tropiezo.

Categorías Arte, Música, Pensamiento

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