Tengo miedo de morir. Y cómo no tener miedo, si tengo un hijo pequeño que depende de mí, si tengo un marido que me ama y al cual yo amo desquiciadamente. Tengo miedo de morir porque mi madre no lo soportaría, porque mis hermanos no podrían hacerse cargo de la ausencia de su hermana menor, porque no he terminado mi tesis doctoral, porque mi gato se moriría de la tristeza, porque dejaría 327 pendientes en el trabajo, porque mis amigas me echarían de menos, porque quisiera ver caer el patriarcado antes de abandonar este mundo.
Tengo miedo de morir porque he fumado la mitad de mi vida y sé que eso no es bueno. Tengo miedo de morir porque no tenemos dinero para un velorio, porque ni siquiera me harían un funeral debido a las restricciones de la pandemia, porque no he terminado de pagar mis deudas, porque dejé 24 series de Netflix inconclusas, porque me faltan 1,964,582 libros por leer.
Tengo miedo de toser y no parar, tengo miedo de que me duela la garganta, tengo miedo de escupir una flema, tengo miedo de que en algún momento me falte el aire. Tengo miedo de enfermar y que el colapso de los hospitales me obligue a agonizar en mi casa y que mi familia tenga miedo de tocarme, o de respirar a mi lado porque los podría contagiar.
Tengo miedo de que mi madre se muera abandonada por un sistema de salud que priorizará la vida de la gente más joven, tengo miedo de que mi hijo llegase a necesitar un respirador y que no haya ninguno disponible, tengo miedo de que mi marido se lleve las manos a la cara al regresar de la calle, después de haber ido a conseguirnos alimentos para la tercera o cuarta o quinta semana de encierro.
También tengo miedo de que el desabasto de suministros saque lo peor de nosotros mismos y que eso nos convierta en bestias capaces de matar con tal de conseguir incluso el último paquete de papel higiénico. Tengo miedo de que la cuarentena se levante y que el colapso económico, los despidos masivos, la precariedad y la pobreza sean los escalones que nos conduzcan hacia un final global y dantesco.
Tengo miedo de que mis estudiantes no vuelvan a clases porque no les queda de otra. Tengo miedo de que la señora que vende café en la universidad decida cerrar su local porque ya no puede sostenerlo, pero también le tengo miedo a la correspondencia que dejó en mi puerta el cartero, que quizás tenía en sus manos el virus del que he intentado escapar durante todo este tiempo.
Le tengo miedo al encierro porque me vuelve loca. Tengo miedo de que una mañana me despierte iracunda y arremeta en contra de los únicos cuatro seres vivos con los que he convivido en las últimas semanas. Tengo miedo de que se me agoten las ganas de ser solidaria y que eso me confronte con el hecho de que podría ser perfectamente capaz de mandar a todos al carajo.
Tengo miedo a que perdamos la poca estabilidad que tanto trabajo nos ha costado sostener en medio de la precariedad mexicana. Me tengo miedo a mi misma, sobre todo porque el virus que nos obliga hoy en día a estar cautivos no se llama COVID-19, el virus al que le temo se ha venido incubando desde hace mucho, y ese virus, precisamente, se llama miedo.