Hay dos maneras básicas de concebir el arte, una es como una etiqueta abstracta y otra es como aquello que hace una persona de carne y hueso. La confusión entre ambas concepciones es lo que hace que el arte se vuelva un objeto de disputa interminable, pero también es lo que hace que el concepto de arte siga vivo y, por más que lo hayan intentado los movimientos posvanguardistas, no lo hayan podido destruir o eliminar.
En el sentido abstracto, el arte no cumple una función específica como lo podría hacer cualquier otra disciplina, por ejemplo, cualquier ciencia u oficio. El arte goza de un estatuto privilegio y separado de la esfera de la funcionalidad social, heredado desde la autonomía kantiana, y por eso es que es tan controversial su papel en ella. Este privilegio sólo lo tienen dos materias aún vivas: la filosofía y el arte. Ellas tienen el potencial de poner en suspenso todas las demás disciplinas, pueden de un sólo golpe hacerlas tambalear, incluso hacerlas caer. Si el arte pierde esta capacidad, entonces lxs artistas no son más que una persona más en esta sociedad, con un título y con una función social que cada vez es más cuestionable.
Por otro lado, el artista es también una persona, en este sentido la gente dice:
«Basta ya de idolatrías. Lxs artistas son personas comunes y corrientes, cuyo trabajo se inserta en la esfera de la cultura de las diversas sociedades. Suponer constantemente que su esencia o naturaleza es de otro lugar, acaso uno divino y trascendente, es una postura de inferioridad pues supone que lxs demás estamos por debajo de aquellxs. O lo que es aún peor: supone que aquellxs no viven, subsisten y sobreviven como el resto.
De todos los mitos que existen alrededor de la figura del artista, tal vez el de su compensación económica sea el más infantil y caricaturesco. Resulta extraño, pero aún hay quienes consideran que el trabajo de lxs artistas, es decir, la obra de arte, no es y no debería ser un producto intercambiable por la infamia que representa la transacción económica. Es decir, sueñan que, como la obra de arte es un objeto sin igual (y que, en parte, tiene razón), ésta no debería de ser subordinada o prostituida por su valor mercancía.
Hay muchas maneras de desmentir este mito. Lo más fácil es remontarnos a los casos históricos en los que lxs artistas, obviamente, subsistían gracias a las ganancias que les dejaban sus trabajos. Pero tal vez sea más conveniente repensar a lxs artistas como lo que siempre fueron: simples personas.
Una persona trabaja, intercambia sus fuerzas vitales por unas cuantas monedas. Éstas, a su vez, le permiten un nivel adquisitivo que será mayor o menor con relación al valor que reciba su trabajo. Así con lxs artistas, pero la mercancía de intercambio, en vez de una asesoría o una consulta, es una obra artística.
Tanta es su es su pertenencia al mundo mundano, que incluso hay instituciones que lo legitiman como tal, y lo retienen entre sus aulas hasta que cumpla, como cualquier otrx obrerx con estudios, con los créditos que requerirá su pase al supuesto triunfo laboral: un título. Un rótulo, una etiqueta, como los demás productos, también llamados capital humano, que nos hacemos llamar los profesionistas.»
Ahora bien, después de este alegato que puede sonar muy bien desde una cierta perspectiva, la paradoja está en que la concepción de lxs artistas como personas o como trabajadorxs sólo se puede sostener sobre la concepción abstracta del artista, si no fuera por ella, lxs artistas como personas no serían sino simple gente inútil para la sociedad y habría que aniquilar esta disciplina en su totalidad. Mientras no aprendamos a distinguir estos dos niveles en la noción del arte seguiremos perdidos en las discusiones, y quizá eso es lo mejor. Sin embargo, la etiqueta abstracta del arte sigue encarnada en la personalidad de alguna gente, en su existencia como seres arrojadxs a un mundo en el que contribuyen como productorxs de sentido, nada más. No estamos hablando aquí de ninguna metafísica (entendida en el sentido más burdo posible), estamos hablando en todo caso de simple lógica analítica.
Por último hay que decir que en la concepción abstracta del arte es evidente que ningún título ni ninguna institución puede avalar quién es o quién no es artista, mucho menos un mercado. Es quizá sólo la historia el que lo dirá. Pero en este caso no una historia abstracta por supuesto, sino una que depende de nuestras narraciones actuales. Y mientras tanto no nos queda más que seguirnos peleando con las personas que se creen artistas o críticxs que pueden elegir quienes entran en esa esfera privilegiada y quienes quedan fuera.