Por una parte, Peña Nieto es inocente. Pero no se malentienda esto. No queremos decir que Peña no pueda ser juzgado por un tribunal y castigado de acuerdo a sus crímenes y delitos conforme a la ley. A diferencia de Calderón, Peña no es visto como un ser malvado que sacó al ejército a las calles e hizo negocios sucios millonarios junto con sus amigos. Peña es más bien visto como un tonto. Con Peña más que hablar de la banalidad del mal, tendríamos que hablar de la estupidez del mal, o cuando menos la simpleza o vacuidad del mismo. Más allá de que si AMLO lo va a perdonar o no, lo que queremos decir cuando proclamamos que Peña es inocente va en un sentido más sutil y profundo. Hablamos de una inocencia de acuerdo a un criterio que va más allá de cualquier juicio o ley humana. Es inocente respecto a la vida.
La vida de los pueblos es muy compleja y el destino de los mismos no se puede reducir a la capacidad o incapacidad de una persona. Como sabemos, Peña fue un presidente impuesto. En realidad, se podría decir que incluso fue una víctima, víctima del poder. A este pobre niño rico, nacido en medio de la clase política mexicana, se le hizo fácil querer ser presidente. Y terminó humillado, pisoteado y degradado a un nivel más bajo que humano. Ninguna terapia podrá quitarle ya el sentimiento de inferioridad que ya de por sí se cargaba como buen machista mexicano. Pero él no fue sino el chivo expiatorio de todo un sistema podrido por dentro. Fue sólo el imbécil que mandaron al frente para dar la cara y que todo el mundo se cagara en ella. Mientras tanto, los políticos del PRI intentaban por detrás saquear todo lo posible, al menos suficiente para mantener a varias generaciones de descendientes caprichosos antes de que el reinado el PRI terminara.
La caída del PRI se debió a una gran cantidad de factores. Nos gustaría mucho pensar que fue resultado de la lucha y la toma de conciencia colectiva que podríamos situar sus inicios desde el 132, o desde los fraudes del 2006, 1988, etc., así yéndonos hasta las tres transformaciones de las que habla AMLO u otros mitos por el estilo. Pero la verdad es que el declive de este partido y su compañero de la derecha mexicana, el PAN, se debe más a la falla en sus políticas neoliberales aplicadas con descaro en un país irremediablemente presa de una economía global de grandes tiburones. Si su programa no hubiera fracasado, tengamos por seguro que el PRI seguiría ahí, sin importar las olas de protesta e indignación por la violencia y otras formas de violación de derechos humanos en todo el país. Tengamos por seguro que el cambio no lo hizo solamente el voto, éste fue, si acaso, el síntoma de aquél otro hundimiento.
Hoy empieza otra etapa, eso es cierto. Pero eso no quiere decir que la salvación venga con ella. Ninguna figura de poder va a resolver nuestros problemas que atraviesan desde relaciones internacionales hasta afectivas, y lo sabemos. Pero tampoco se trata de hacer una apología del emprendedurismo, la autoayuda (autoengaño) y el liberalismo individualista o el anarcocapitalismo como sistema. Tampoco creemos que ningún sistema sea la respuesta ni creemos siquiera en el individuo. Lo que sí hacemos es un llamado a radicalización de los afectos: desenraizar el miedo y la esperanza en tiempos en que la izquierda institucional sólo ofrece alternativas parciales. Se trata de dar cuenta de que ni Peña, ni AMLO ni nadie puede ya revertir un proceso de neoliberalización inminente y mucho menos pueden frenar las ansias de poder, dinero y placer a las que están acostumbrados aquellos de la clase privilegiada. Ellos tampoco son culpables, aunque sí respondables. Vayamos más allá de ese tipo de incriminaciones cristianas y divisiones reduccionistas entre buenos y malos. Precisamente el sistema neoliberal en que estamos inmersos, queramos o no, hace más difusa esa división, pues en su entramado todos terminamos implicados en el mismo extractivismo/explotación global. La reponsabilidad radical conllevaría la pregunta por nuestro papel en la red de efectos de esta política de muerte.
Lo que queremos decir es que no hay salida si nos pensamos separados de las mismas condiciones que nos subyugan. Si bien son necesarios los intentos por reformar el sistema, una responsabilidad radical nos invita a reinventarlo todo desde el principio, en escala menor, pero no individualmente, sino en relaciones, con los compañeros, amigos, familia, instituciones, trabajo, estudio, intercambios. En todos los lugares hace falta volver a empezar.
Finalmente Peña Nieto es y no es inocente. Lo es porque no tiene idea de historia ni geopolítica, pero no lo es porque a pesar de conocer los riesgos de una profesión de tanta carga social, decidió dejarse llevar por los beneficios materiales para sus particulares y la impunidad que supone este estamento. Peña Nieto, debajo de esa imagen de tarado que quedará en la memoria de México, es también un ególatra, necio y ambicioso individuo. No sobra decir que es detestable esta persona. Pero el punto está en que precisamente su inocencia/inconsciencia generó por sí misma una efigie más grande y potente. Ese personaje, ese simulacro se ha convertido ya en un fantasma más de la historia, reflejo de un pueblo cuya sabiduría y potencia quizá todavía nos falta mucho por reconocer, recuperar y dar vida.