La parasitaria condición de la filosofía

Para algunos es difícil imaginar que el ejercicio filosófico sobreviva fuera de su parasitaria condición: la academia. Y es que hay una cierta idea de la filosofía que sólo la comprende desde un estado larvario que desde hace más de 2,000 años no ha logrado terminar, concibiéndola como algo que continúa atrapado dentro de las lapidarias construcciones que la albergan y que permanentemente intenta salir de ahí a transformar el mundo. Esto no sería un problema si no fuera porque esta versión de la filosofía es la más aceptada y porque dentro de su misma condición se encuentra esta especie de exigencia perpetua de pertinencia social y relación con la vida. ¿Cómo puede entonces la filosofía intervenir más allá de sus situadas conversaciones?

La petición, en principio, parece legítima si tomamos en cuenta que, a través de miles y miles de palabras, a través de su praxis, la filosofía nos ha prometido un cambio no sólo dialógico, sino real. Es decir, no sólo un cambio permanente dentro de los parámetros de la erudición, sino una intervención directa dentro del ámbito político y social; esto cuando logra escapar, afortunadamente, más allá de sus circuitos. En este sentido, sería una contradicción no exigirle abandonar sus cristalinos castillos, flotantes sobre el resto. Mientras ésta no bata las alas, permanecerá anclada a los lugares destinados a ella que hoy podemos identificar con los papers, las traducción y las enésimas ediciones. Sus estudiantes, sus portadores, mientras tanto, no tendrán otro remedio más que deambular entre crisis y crisis, sublimando sus pasiones en extensivos ensayos.

Como todas las demás épocas, una vez más la contemporaneidad solicita un arriesgue mayor, un plan de acción filosófico de largo aliento que intente, en la medida de lo posible, desterrar el aura de lo filosófico más allá de sus muros y, con todo y el inevitable desgaste de su densidad, lanzarlo al mundo de la doxa, de aquel del que tanto ha renegado pero que ha añorado conquistar siempre. Y, sin embargo, su parasitaria existencia cada día se ve amenazada por el mundo actual, hoy orquestado por fuerzas tecnocráticas a las cuales se ve obligada a unirse o a confrontar de forma directa; como si la filosofía fuera algo que no pertenece a esta esfera. Así es como ahora la filosofía se llega a preguntar nuevamente sobre la posibilidad de la existencia de un modo arcaico de hacer y pensarse a sí misma que pueda ir más allá de este contexto.

La calamidad está en que toda esta historia de la filosofía la hemos heredado nosotros, queramos o no, y no nos queda de otra más que asumir su aporía constitutiva una vez más ¿Por qué? Porque ésa ha sido siempre su promesa y está en nosotrxs ponerla en marcha. Y es que siempre parece que al menos a algunos filósofos se les olvidó que la academia sólo se trata de una preparación para la vida y para servir a la sociedad en la que están insertos. Se confundieron y pensaron que la academia era un fin en sí mismo. Se les olvidó incluso que la filosofía no sirve para nada si no es capaz de transformar la vida, no sólo de quienes la ejercitan, sino también de quienes los rodean. Una filosofía que no sale de la academia simplemente está muerta.

Afortunadamente, la filosofía es de las pocas esferas que no logran definirse en unas simples líneas. Su definición no está ligada a una disciplina ni a un «saber hacer» ni a una serie de técnicas o métodos que verifiquen que, en efecto, se está haciendo filosofía o, más aún, que se ES filósofx. Ésta es una de las grandes virtudes de la filosofía: su indefinición. De ahí que sea importante recordar que aquello que se hace en la academia no es la única forma de hacer filosofía. Paradójicamente, tampoco es solamente aquello que se encuentra fuera de ésta. Diríamos, entonces, que no se encuentra en ningún lugar en específico pero tampoco en todos lados. Concluiremos únicamente reconociendo que si un parásito existe es porque se alimenta de otro organismo, uno que puede estar en decadencia o dar poco de qué alimentarse pero del que depende el primero para sobrevivir. Y es justo ahí donde debemos detenernos y denunciar que los parásitos estamos en todos lados y ya no tenemos lugar solamente en la academia.

Apéndice: Del intelectualismo o Pathos de la Verdad

En un pequeño e intenso texto, como es costumbre, el pensador alemán Friedrich Nietzsche repasa, con violencia, la figura del filósofo. Nietzsche piensa desde el mundo griego y concretamente desde la figura de Platón. Desde esta perspectiva, el filósofo es, en términos generales, la figura del pensador que, gracias a su pretensión y abstracción, se enarbola de soberbia y malmira el mundo y su riqueza desde arriba. Olvida, nos cuenta Nietzsche, que es desde ese mundo caótico, cambiante y perecedero donde él piensa, y gracias al cual su cabeza, también pensada, inicia su árido vuelo. Este síntoma se llama Pathos, pathos de la verdad pues es gracias a ella por la cual surge. La verdad es el veneno y el pathos el padecimiento. Preguntamos ¿cuál es el pathos del filósofo contemporáneo?

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