Un loco como Melquiades Herrera se ha infiltrado en el gran cubo blanco que todo lo neutraliza. Pero esta vez se trata de la venganza del subsuelo. Melquiades era uno de esos coleccionistas compulsivos que nadie quiere tener en su casa; uno de esos sujetos raros que se creyeron todas aquellas cosas que leían en los libros sobre arte y a fuerza de ridículos intentaron convertirse en artistas ellos mismos; uno de esos gordos extravagantes que uno ve por la calle creyendo que están en onda, cuando su «onda» es demasiado profunda como para ser compartida; uno de esos humanoides extraños que por su anormalidad nos confronta con lo que hay en nosotros mismos de singular o diferente; quizá el desorientado que hay en toda familia; uno de esos personajes que parecen haber venido de otra dimensión y que cuando uno alcanza a comprender su valor a veces ya es demasiado tarde. Y es que Melquiades Herrera era un tipo muy peculiar que conocía muy bien las entrañas del México contemporáneo desde la ciudad y sus rincones, sus oscuridades y suciedades, sus esquinas, sus mercados, sus avenidas y sus callejones; del mismo modo, exploraba los vericuetos y atajos psíquicos en que el ser humano es capaz de meterse imaginando toda clase de hipótesis especulativas y juegos con guarismos a modo de arte, ciencia o simplemente ejercicio mental. De esta sabiduría extraía lo más íntimo y descarnado, para mostrárnoslo en nuestra cara, pero siempre con un buen toque de humor de tal forma que no nos destruya sino que nos sirva como crítica cómplice y nos lleve a la alegría contagiada. Era un profesional del «reportaje plástico» como lo dice el título de la exposición. Incluso Avelina Lésper, otro engendro del México contemporáneo (y esta vez sí en el peor sentido), una de tantos aspirantes a críticos que han tomado el recurso ruin y fácil del troleo descalificador del arte como medio para tratar de levantar su carrera, se vio obligada a reconocer su originalidad y exentricidad diciendo que «Melquiades Herrera es un injerto entre Carlos Monsiváis y Capulina». Era un artista de la periferia que vivía en Ciudad Neza, no como otros que se quisieran identificar con lo limítrofe o marginal, pero viven en la Roma o la Condesa. ¿Cómo llegó a infiltrarse este loquillo en un museo como éste? No podía ser sino como fantasma, después de muerto.
En un espacio tan difícil de trabajar como ese casi pasillo que se encuentra entre los dos auditorios del MUAC, Melquiades Herrera de pronto reaparece con todo su colorido y desvergüenza. Conforme uno se va adentrando en la exposición es como si se adentrara en un tianguis. Al principio uno puede encontrar las cosas más comunes, las más cotidianas, las que son de uso normal, pero poco a poco aparecen objetos inusitados, animales fantásticos, hierbas de otros planetas, objetos de magia blanca, negra y de todos los colores. Era fácil hacer una exposición de archivo con todo lo que Melquiades había coleccionado y a lo que le trataba de dar sentido con una elaboración teórica tan retorcida como el universo mexicano. Habríamos tenido enfrente una cantidad de papeles impresionantes escritos en máquina de escribir y a mano. Pero esa tentación se venció ante la variedad del objeto popular. Apegado a la experiencia visual, la exposición nos invita a un recorrido de deslumbramientos constantes. Nos lleva de la nostalgia a la utopía carnavalesca. Es extraño que ante exposiciones de archivo uno se tenga que quedar viendo los registros del proceso, ya sea viendo videos que generalmente no llevan a ninguna parte o leyendo textos que no solamente no llevan a nada sino que son inentendibles de entrada. En Melquiades la potencia de la percepción se impone. No mostraron un personaje antaño y obsoleto, sino al contrario, nos muestran que ese México sigue vivo. El México surrealista nunca se ha ido desde que los mismos surrealistas así lo identificaron. Uno se puede perder en un objeto, recordando una parte de su niñez. Resulta que tardamos más mirando un objeto que leyendo un texto al final. La maravilla del anacronismo, se podría decir. La mirada es atraída desde diversos lados. Lo que se jala no es solo la mirada, sino nuestro cuerpo entero, nuestras memorias grabadas en la fisiología de varias generaciones. Tal vez no es casualidad que la exposición de Melquiades esté debajo de la de Sublevaciones, curada por el teórico francés Georges Didi-Huberman. La de Melquiades opera como su trasfondo popular y marginal, inconsciente social vivo y sin tiempo, supervivencia pura en mero acto.
Es bueno ver que un museo con una infraestructura tan grandilocuente y aparentemente aséptica como el MUAC de pronto se vea poblado de bichos raros como Melquiades y sus criaturas del imaginario popular.