Uno de los grandes peligros de la candidatura de Marichuy era que corría el riesgo de convertirse en un chiste, parte de una estrategia de retórica pseudodemocrática que sólo sirviera para avalar e incluso reforzar la simulación electoral actual. De hecho, así se intentó aprovechar por parte de otros sectores para lanzar candidaturas supuestamente independientes valiéndose de la ambigua etiqueta de «ciudadano». Estamos hablando aquí de puros supuestos. La democracia, lo sabemos, es un sueño. No garantiza nada. No importa si es efectiva o es una farsa, la democracia se basa simplemente en una esperanza y una fe: la de la representación. Ahora bien, la propuesta de Marichuy fue la de introducirse en el sueño, no para despertar precisamente, sino al menos para hacernos cargo de éste.
Marichuy, hay que dejarlo claro, no es ni fue ni será un político. El objetivo de su candidatura no fue la obtención de votos jamás. Evidentemente no era un líder. No tenía el porte, no tiene la voz, no tuvo la retórica. En otras palabras, es el perfecto opuesto de cualquier que se quiera lanzar como candidato a gobernar una República. Pero ahí radica justamente su potencia. No se puede perder cuando no se busca ganar. El recurso imaginativo resulta mucho más fuerte que cualquier otro recurso material como compra de votos o convencimiento por estadísticas. La candidatura de Marichuy, más allá del cumplimiento burocrático para llenar los requisitos, iba en el sentido de un uso surrealista del aparato democrático aprovechando su relación con los medios y las tecnologías. Desde el 132 se cayó en cuenta de que estas cuestiones eran esenciales en las contiendas electorales. Sabemos por ejemplo que hoy mismo, a causa de las campañas del miedo del 2006 por ejemplo, mucha gente sigue con el trauma de que «López Obrador es un peligro para México». Evidentemente el peligro de todos modos nos atacó, nos cayó. Vivimos en el peligro total ahora. No sabemos si «estaríamos mejor con López Obrador», lo más seguro es que no. El peligro era no sólo López Obrador, sino seguir siendo México, tal parece. Hemos llegado a hacer de nuestra miseria nuestro destino. Por ello, la única vía para incidir en este camino trazado y marcado sobre nuestros cuerpos y mentes desde hace muchas décadas es hablarle directo a nuestro inconsciente popular o social. «Sociomagia» podría llamársele.
La candidatura de Marichuy entonces se trataba de otra cosa: de la reunión y del contacto con los otros. Incluso tenía que ver con la esperanza. En un país donde ya nada es creíble, de pesadilla, introducir un sueño ideológico diferente quizá no estaba tan mal. Actuó más bien como una táctica sociomágica para desestabilizar una realidad terrible y miserable, para resquebrajar el suelo de nuestros supuestos políticos y abrirnos paso a otras posibilidades. No fue para salvar a nadie. Al contrario, fue contraponer ese sueño analgésico de la democracia por otro tipo de sueño, uno alucinatorio y vibrante; uno donde no somos simplemente espectadores de imágenes inconexas, pero calmantes, sino donde nuestra imaginación es activa. Con la candidatura de Marichuy quedó claro que uno puede soñar a plena luz del día, enfrente de todos, pero sobre todo que no hace falta subyugarse al sueño de los otros para que el sueño pueda ser compartido. Quiere decir esto que los sueños pueden unirse sin que sea necesaria una dirección única. Fuera del sueño no queda nada sino sólo la desesperanza, el abatimiento, el cansancio y la muerte. Pero dentro del sueño al menos nos queda «seguir soñando sabiendo que soñamos» (Nietzsche dixit), y más importante aún: darnos cuenta de que todo es posible dentro del sueño.
Apéndice
Con la militarización del país que se viene, a lo único que nos debemos ver forzados es a imaginar nuevas formas de protesta que no impliquen salir a la calle. Ya se había hecho evidente desde el 2012 cuando con el gran movimiento que se formó en todo el territorio de México, llamado YoSoy132, de cualquier manera no pasó nada. Como siempre. Ya lo había dicho Deleuze, en las sociedades de disciplinarias podía funcionar el riesgo del sabotaje a través de huelgas, plantones o protestas, pero no en las sociedades de control. No vale la pena exigir el derecho a protestar. Uno protesta justamente cuando no tiene derecho a protestar. Habría que protestar contra el hecho de que alguien nos pueda dar o quitar el derecho a protestar. Uno protesta cuando quiere, como quiere y donde quiere, no le tiene que pedir permiso a nadie. No es un derecho. Cuando alguien te da derecho a protestar, entonces de inmediato se convierte esto ya no en una protesta, sino en un berrinche. Desde hace mucho lo importante de la protesta en las calles no era que se pudieran resolver cosas con ello, sabíamos siempre que las luchas estaban perdidas, quizá lo importante era que se pudiera socializar el problema, visibilizarse. Tomemos esto en cuenta para imaginar las nuevas formas de activismo post-protesta. Quizá Marichuy va en ese camino.