En las democracias de partidos como las que operan actualmente, el voto es antes que nada una cosa que te dices a ti mismo. No importa si votas o no votas, o si anulas tu voto, o a cuál de los partidos elijas, el voto es un mecanismo social que nos confronta psicológicamente a todos, pues nos obliga a tomar una postura donde los principales afectados somos nosotros mismos. No importa tampoco si la democracia es efectiva o es un fraude como en México, el voto es una oración personal que se dirige a un aparato en el que se deposita la fe para que sucedan las cosas que uno espera. Menos importa si en realidad las dos o tres –o más– opciones que tenemos para escoger nos representan más o menos –o nada–, el voto invariablemente es un acto de devoción. Nadie puede estar detrás de todas y cada una de las instancias por las que pasa el voto como para garantizar que en efecto todo el conteo se lleva a cabo de manera en que se supone debe hacerlo. Entre la voluntad de aquel conjunto enorme que compone los mexicanos y el resultado de las elecciones intervienen infinidad de factores. Pueden ir desde la compra de votos, la coacción, la flojera, la indiferencia, entre otros, en un primer momento; luego los errores en el conteo, el desvío deliberado de algunos de ellos, en general el falseo, en un segundo momento; luego otro tipo de fraudes, omisiones o fallas a niveles más altos, a niveles digitales, a nivel de instituciones municipales, estatales, bajo presiones empresariales, del narcotráfico (en el caso de México), etc. La democracia, en resumen, tiene en su fondo un misterio al cual en última instancia puedes creerle o no. Se trata de una decisión que sirve más para uno mismo que para cualquier otra cosa. Es una cuestión psicológica lo que se pone en marcha cuando se ve impelido a votar.
Lo que queremos decir aquí no es que la psicología influya en el voto, sino que el voto es antes que nada un acto psicológico. Ahora bien, esto no se trata de una tesis solipsista, escéptica ni mucho menos pesimista o nihilista. No se trata aquí de decir que el voto no sirve para nada. Por el contrario, tratamos de decir que si asumimos el voto como una cuestión meramente psicológica, entonces esto quizá podría ayudarnos a tomar de mejor manera nuestra decisión, comprenderla de forma más profunda y sobre todo hacernos cargo de ella. El voto sirve como un signo mental que permite generar o mantener vínculos, relaciones, choques, posiciones; que permite situarte en un contexto. Bajo esta lógica, el voto ha de ser visto como algo principalmente afectivo, una cuestión donde se ven involucradas nuestras aspiraciones, nuestro estilo de vida y nuestra forma de ver el mundo en general. Es decir, poco importan las propuestas, los debates, los razonamientos, los proyectos de nación, etc. Cada quien vota por sus propios intereses, tratando de justificar la vida que lleva o la que quiere llevar. Es por esto que a veces hablar de política se vuelve algo imposible cuando estás con quienes no comparten tu opinión y algo autocomplaciente cuando sí la comparten. En ambos casos es posible que cada quien esté únicamente hablando consigo mismo autojustificándose, autoafirmandose a cada oración.
De esta forma es como podemos explicar y admitir, por ejemplo, por qué la gente se aferra a unos pocos privilegios que tiene, aunque éstos sean minúsculos. La gente tiende a no ceder en lo que piensa y actúa ante los demás. Es una forma de salvarse. Vaya bien o mal nuestra vida, uno tiende a preferir pensar que lo que ha hecho hasta ahora está bien, pues, si fuera de otra forma, sería equivalente a arrepentirte de tus propias decisiones. Así pasa cuando alguien lleva una mala vida, pero siempre encuentra autojustificaciones o pretextos para poder continuar con su vida sin vivir en un perpetuo dolor. Eso pasa a nivel personal pero también pasa a nivel colectivo. Así por ejemplo en México el PRI pudo sostener su mandato durante todo el siglo XX y aún hay gente que sigue pensando que el único y verdadero México sólo puede ser aquél que es dirigido por ese partido. Bajo esta psicología, pensar lo contrario equivaldría a arrepentirse de toda la historia del último siglo. De igual modo, tanto a nivel colectivo como a nivel individual, cuando se mira en retrospectiva, no importa tanto la efectividad de lo planeado o lo esperado, sino más bien el sentimiento de que, sea como sea, hemos tomado nuestras propias decisiones de la mejor manera posible hasta ahora. A nivel político, no importa si ha ganado o no el candidato por el que votamos, el voto sirve en la mente de las personas para justificar el estado actual de las cosas. Y muy difícilmente alguien va a aceptar que se ha equivocado, sea por quien sea que haya votado en el pasado. Así, si alguien votó por el actual presidente, va a justificar que era lo mejor para ese momento. Dirá que aunque estemos mal podríamos estar peor. Si alguien votó por quien no ganó va a justificar que tenía razón. Y si alguien anuló su voto o se abstuvo dirá que todos son lo mismo y por lo tanto tiene razón.
Hay algunos momentos, sin embargo, en que son posibles los cambios. Así pasó por ejemplo en el año 2000. La gente votó por el PAN porque representaba el cambio, no precisamente porque hubieran puesto atención en las propuestas ni nada parecido. La gente simpatizó con un personaje irreverente que simbolizaba una autocrítica de todo el pasado sin hacernos sentir mal por éste, sino que más bien Fox actuaba como un standupero que se burla de sí mismo para no arrepentirse de lo que es. Ésa es la gran diferencia de cómo ha actuado López Obrador las últimas dos elecciones. Este personaje representa una denuncia hacia el régimen histórico de México, lo tacha de mal gobierno. Aquí es donde está la disputa entre la gente a la que le disgusta que le echen en cara su pasado y los que sí lo secundan porque comparten ese resentimiento. No importa de cuál de los lados nos encontremos, o si quisiéramos que hubiera algún otro, todo se ha reducido a esta cuestión psicológica de cómo afrontemos nuestro pasado y nuestro posible futuro: entre el «más vale malo por conocido que bueno por conocer» y el «el que no arriesga no gana».
Estos cambios, aún con todo, no son más que un ajuste psicológico a condiciones que van mucho más allá de los comicios. El voto, hay que decir finalmente, no es sino una forma de control. Es un modo de atravesarnos a todos psicológicamente. No tiene nada que ver con un ejercicio democrático en el sentido de gobierno del pueblo, sino justo al contrario, se trata de un gobierno contra el pueblo, como cualquier gobierno. El voto es una forma de hacer creer que se participa del modo en que está siendo dirigido un país, cuando en realidad eso se mueve a niveles que van mucho más allá de la marca que se hace en una papeleta. Ahora bien, una vez que se ha echado a andar el mecanismo del voto hacia toda la población, no nos queda de otra más que hacernos cargo de ello. No es posible huir de esta afrenta una vez que has sido retado. La abstinencia puede ser una forma de hacerse cargo, tanto como anular el voto o por cualquiera de las opciones dadas. Reitero: no importa si alguien toma su decisión supuestamente basado en razones, propuestas o pruebas, o la honestidad, justicia, verdad, etc., siempre es una forma de darle sentido a su propia vida. Todo lo demás sólo sirve como refuerzo.
Esta reflexión sigue en proceso y, como se podrá ver, no es a favor o en contra de ningún candidato o partido, ni siquiera a favor o en contra del voto. En todo caso, simplemente es una meditación que propone un cambio de punto de vista para que el 1 de julio no nos dejemos llevar por la ilusión del voto y de la democracia, sino que más bien nos preguntemos qué es lo que queremos decirnos a nosotros mismos, qué narración queremos contarnos.