Trabajadores en su camino a casa, Edvard Munch.
Cuantas veces me enfrento a mí mismo, cuantos más retos logro, o cuantos más fracasos cosecho. No es que no haya fronteras más allá de mi propia delimitación (empírica, al menos); pero pasa que el muro más grande, en muchos sentidos, soy yo.
Decía Michel Serres, más o menos así, que en el acto, en la pelea, en el duelo, no podemos darnos el lujo de sentir miedo. Sí antes, sí después; nunca en el «entre». ¿Por qué? En uno se juega la especulación, las ideas, las producciones, las imágenes mentales… en el otro, la vida.
Eso pasa: muchas veces podemos desatar nuestros demonios internos, sacar lo inefable e intraducible de paseo. Aquí no pasa mucho, sólo nos aterramos por horas, días. Lloramos, sofocamos el temor, la desesperación. Apenas unas cuantas neuronas mueren y el daño orgánico no es relevante, pues casi no importa. Este es el estado constante, el habitual, el del día a día.
Retrospectivamente, podemos constatar que el 99% de nuestros temores nunca tuvieron su correlato «real», pues sólo quedaron, aquellas imágenes apocalípticas y escenarios de muerte, en el espiral de lo «virtual».
No me queda clara la distinción «real»/»virtual», aquellos terrores me han azotado tanto que me han llevado constatar la pesadez de la vida, a darme cuenta de que puedo sentir profundamente aquellos destellos del mundo que no parecen afectar los demás; pues, según, forman sólo parte de mí. El daño orgánico, dicen, sigue sin aparecer.
¿Qué pasaría, pues, si mi cuerpo, mi subjetividad, funcionara como antena receptora que, por canales desconocidos, atrae a ciertas fuerzas, psicofonías o lamentos invisibles e imperceptibles por nuestros sentidos y aquellos desatan mi terror? Más virtual que real, el cuerpo; Serres.
La transitoria vida, pavoneándose de trucar nuestras esperanzas a cada paso, arroja los dados y coloca a la fortuna en nuestra contra. Ahí, frente a la adversidad, situado al borde de la profundidad más grande, no se debe de temer. Allí nos aferramos a la cordura, a la estabilidad y a nuestra unidad, a mi yo y mi otro yo (otros). No hay espacio para el error, no hay espacio para la especulación.
Este yo que me aterra diariamente con devastadoras y negativas expectativas, ¿no me está tan sólo preparando para el porvenir, que se construye sobre la base de lo inesperado? No sé si eso enseña Serres, pero me gusta.
Y sí, el otro yo se llama ansiedad.