Imagen: Papalotes (2014), Francisco Toledo
No imagino peor dolor que el de perder a un ser querido, porque la vida es lo que más debería de importar. Y no hablo en cristiano. Perder a un ser amado es resultado de miles de circunstancias: accidentes, enfermedades, violencia, vejez, etc. Sin duda hay de formas a formas, pero a todas ellas subyace lo mismo: no volverlo a tener entre nosotros. Sin embargo, hay algo peor que perder a alguien especial: no saber si se ha perdido.
La situación actual de nuestra país, y me refiero a la desmedida violencia, ha incrementado ese estado de incertidumbre tan angustioso y destructor. Miles de personas han desaparecido en lo que va del siglo XXI, en las diveras administraciones gubernamentales que ha tenido nuestro Estado fallido. ¿Qué significa, entonces, no poder llevar un duelo ante semejante situación? Un buen día tu hijo sale de casa, con dirección al trabajo. Un tierno «Nos vemos en la noche, Ma» son las únicas palabras que una desafortunada mujer escucha de uno de sus objetos más amados. Nunca más lo vuelve a ver, ni a su cadáver.
¿Con qué derecho podríamos reclamar a esa pobre madre el sentirse miserable por el resto de su vida, pues no encuentra consuelo? La desaparición forzada, que tan sólo incrementa el dolor por la posible pérdida, tiene como consecuencia un estado de sopor donde la imaginación, la terrible fantasía, azota con violencia las esperanzas de cualquiera. Uno nunca sabe si ya murió, si sufrió, si está con vida, si es forzado a las torturas más profundas. Lo peor sobre este asunto es que si la madre diera por muerto a su hijo sería ella, entonces, quien lo asesinaría en su mente y sus sentimientos. Y lo mismo obviamente pasa con todos los demás miembros de la familia y conocidos de la víctima.
La desaparición forzada impone una culpabilidad total latente sobre todo aquel que haya conocido al desaparecido. Se trata de una estrategia de Estado perfectamente desarrollada que ha sido puesta en práctica infinidad de veces por gobiernos autoritarios. Y eso es lo que tenemos actualmente en México.
Alguna vez Enrique Peña Nieto llamó a «superar» Ayotzinapa, como si el dolor fuera reemplazado únicamente por la voluntad. La impresionante falta de empatía por parte de algunos individuos nos tiene en un agujero sin fondo donde no nos importamos ni lo más mínimo. No hay peor tortura, aseguran, que no tener un cadáver al cual llorarle.
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