Ella se siente a veces
como cosa olvidada
en el rincón oscuro de la casa,
como fruto devorado adentro
por los pájaros rapaces,
como sombra sin rostro y sin peso.
–Alaíde Foppa, Ella se siente a veces…
Y yo, la tos que rompe
la redondez entera de la bóveda
en el instante puro de la consagración.
–Rosario Castellanos, Nocturno
Conocí la pintura de Lucía Vidales hace diez años, en la Galería Central de la Esmeralda, con una exposición titulada El ruido y la furia (2012). Las obras de gran formato, se me figuraron escenas del viejo Brueghel a las que una banda punk hubiera sobajado. Los paisajes oscuros, sobrecargados de personajes y frases (pintadas, grafiteadas o esgrafiadas), evocaban el anonadamiento faulkneriano. Acompañaban a las pinturas, sobre las paredes, varias citas textuales relativas a lo pictórico, de las que me impactó particularmente una que se refería a la pintura como el medio más torpe y trabajoso. Sin embargo, yo no podía creer que todos esos cuadros hubieran sido hechos por una sola persona, ¿con qué fuerzas y a qué hora? Las obras parecían afirmar que si unx quería pintar, tenía que abrazar la torpeza, el ridículo y la desnudez.
Al año siguiente Vidales presentó Días aciagos (2013) en la Galería José María Velasco. Varias de las piezas conservaban los grandes formatos y el aire de retablo barroco, aunque recuerdo un colorido distinto. Las extensas superficies terrosas se poblaban de coloridos fantásticos. Entre el nubarrón de tierra se abría paso el espectro lumínico. Pero hubo un cambio más radical: unas modestas pinturas de pequeño formato y paleta reducida. Cual poemínimos, microrrelatos o greguerías, las pinturas ofrecían proposiciones mínimas, ácidas y absurdas: enunciados visuales. Dos niños desnudos, uno de piel clara y otro de piel oscura, resueltos con pinceladas fluidas y certeras, retratados de frente y abrazados, intercambian sus cabezas cercenadas. Un personaje en caída libre extiende sus globos oculares para fundirse con la montaña de retazos de carne que le espera. Una niña, posada sobre la gran cabeza de un hombre cabizbajo, tira de los pocos cabellos que le quedan al desdichado. Una vez más constato que a Lucía Vidales lo que menos le importa es apantallar.
Durante la última década hemos acompañado el desarrollo de la obra de Lucía, con exposiciones constantes y bien nutridas; rememoro algunas: Perros, cien veces perros (Ladrón galería, 2017), El tiempo que nos pudrirá (Edison 137, 2018), Cuerpo de esta sombra (Galería Alterna, 2019), y Noche durante el día (Galería de Arte Mexicano, 2019), así como los paneles con que participó en Murales para un cubo blanco (Sala de Arte Público Siqueiros, 2020). A la distancia, pareciera que esas modestas pinturas de proposiciones mínimas cambiaron el rumbo de su práctica, optando por los formatos pequeños y abandonando las composiciones abigarradas. Además, se observa un claro distanciamiento de la figuración naturalista, hacia una síntesis etérea de la mancha y sus derivaciones; como si la demostración aplastante de su fuerza hubiera transmutado en íntima exploración de la mancha de color, cada vez más elemental, más líquida y más puntual. Tomando su más reciente exposición, Un lugar para sí misma (Galería Karen Huber, 2021), enunciaré algunas operaciones, imaginaciones y poéticas que encuentro desplegadas en su pintura; en ese lugar que ella ha creado para sí misma.
A primera vista la exposición presenta un colorido vivo y luminoso, aquí y allá vibran los azules, verdes y amarillos. Los formatos varían, diversos y caprichosos, desde los más pequeños, del tamaño de una mano, hasta el más grande, que tiene la altura de una persona. Si en un primer vistazo podríamos pensar que nos enfrentamos a obras de carácter “abstracto”, basta detenernos para reconocer índices figurativos. Los títulos, por otra parte, complementan la narrativa.
Me acerco a la pintura más grande (Boca negra), su atmósfera evoca una arquitectura moderna de vidrios verdes, plenamente iluminada por la luz del día, en donde reconozco una especie de monolito brancusiano. Un fragmento rojo sanguíneo en medio de la figura central, resulta desconcertante. (Si bien, aquí el rojo se asemeja a una delgada capa de sangre fresca, en otros lienzos veremos que la sangre se oscurece y se coagula.) Finalmente, veo un par de piernas de distinta coloración y recuerdo la serie que Lucía realizó retomando el milagroso trasplante de pierna que los hermanos Cosme y Damián le hicieron a Justiniano. El relato, con su respectiva tradición en la historia de la pintura, se configura como motivo recurrente en la poética de Vidales.

Hay una constante en la composición lumínica de las obras expuestas. Es como si la luz irradiara del interior del lienzo y fuera tanta su intensidad que desdibujara los márgenes del bastidor; o como si la pura costra de color hubiera sido colocada sobre una mesa de luz. La temperatura de color reafirma el efecto: aquí los fríos rodean al cálido, el fondo abraza a la forma y la circunda. Allá, son los cálidos transparentes los que envuelven a las figuraciones azules. En aquél, es el gris del lino crudo el que contiene a las pequeñas parcelas rojas y anaranjadas.
En estas obras vemos claramente los materiales y las herramientas empleadas. El ancho de la brocha marca el ritmo de la pincelada, que con una certeza que pareciera infantil cubre la superficie, respetando la huella de su impulso: muestras crudas del encuentro entre el pincel y el soporte, decidida negación del artificio. Lucía no vuelve sobre sus trazos. En ocasiones la pincelada se ralentiza y abre boquetes, pequeñas madrigueras o tensamente se resiste a llegar al borde del plano. De los distintos recorridos de la mano por la superficie, de las delgadísimas veladuras de color, surgen transiciones mínimas y degradados. A veces cambios abruptos delimitan geografías.
En otra pintura (Costras) la referencia a la geografía se antoja más evidente. Una serie de planos, de distintos verdes, asemejan placas de hielo sobre el agua; o una vista cenital de los continentes. Vista de cerca, sobre uno de esos planos, reconocemos un par de ojos que a su vez configuran un rostro, un violeta en derredor suyo asemeja la cabellera. Al frente de este rostro se perfila otra rostridad, de la que solo vemos un ojo. Quizás se trata aquí del encuentro entre dos continentes. Hay un acoplamiento entre las formas geométricas-arquitectónicas y aquellas manchas de carácter orgánico-corporal. Debo decir, de paso, que ese par de ojos –que en realidad son un par de puntos– es la forma más elemental en que Lucía Vidales convierte las manchas en rostros.
Recorro con la vista los distintos cuadros de la exposición para identificar algunas constantes. He mencionado ya el acoplamiento de dos tipos de formas: aquellas que estructuran el espacio generando entornos arquitectónicos y aquellas que ocupan el espacio con índices de vitalidad. La dicotomía sirve en este caso para identificar los tratamientos, que en realidad se configuran mutuamente; como si aquello que ponen en evidencia fuera la corrosión de la vida sobre lo inerte… curiosa inversión de los términos. La mancha en su expansión se comporta como flujo de aire y agua que inunda, enmohece y erosiona la forma. En otros momentos la superposición se ofrece entre la delgadez de la mancha y un empaste “zurdo” –hecho como por descuido, como con los ojos cerrados– que evidencia la corporalidad de esa mano que busca a tientas en la oscuridad.
Me acerco a las pinturas para identificar otra particularidad. Me da la impresión de que unas veces el dibujo –es decir la línea, muchas veces negra, trazada con carboncillo– precediera a la mancha, mientras que en otras ocasiones sucediera al contrario: una línea que enfatiza las características de la mancha para significar lo insignificante, como nombrar una nube. Y ¿qué nos dicen los dibujos en estas obras? Hay puntos que son ojos, pero también puntos que hacen de pezones, ojos que son senos caídos, pliegues, muñones, nalgas-testículos, pelos y cabellos largos (el cabello hace a la cabeza), manos, uñas, lágrimas y pies. Ya he subrayado la particular poética de las piernas, que, si bien alude al milagro de la materia viva –a un rito alquímico quizás–, operan también como muletas visuales, piernas-muletillas, anclas que atan la mirada en el océano de la insignificancia. Allá son los huesos los que soportan las paredes, los fémures-pilares. ¿Y no son las piernas nuestros pilares?
Me detengo embelesado ante una pintura de pequeño formato, es la obra que recibe al visitante y se titula Cuando no vienen. La conforman diversos azules que generan una atmósfera nocturna. En la parte inferior-izquierda se perfila una silueta, al parecer femenina, arrodillada, con un brazo levantado, ligeramente doblado hacia sí, coronado por una mano que junta su índice y su pulgar en un gesto ansioso. De su frente surge una especie de cuerpo proyectado, como la “Vía láctea” que nace de la frente de la Novia, en el panel superior de “El Gran Vidrio”. Me pregunto si se trata de una coincidencia. Arriba el cielo estrellado y los senos-ojos caídos gotean. En la esquina inferior derecha, una mancha roja nos recuerda el sangrado.

Estamos, sin lugar a dudas, en la habitación de Lucía (Insomnio), una especie de retablo miniatura y vaporoso. Ella está recostada, con el ojo pelón, mirando hacia el techo. Permanece tiesa, arrinconada contra el límite del bastidor, ocupando una mínima porción del espacio. El techo está cerca, muy cerca de ella, como un ataúd. Su insomnio es desfile de espíritus en el tapanco, ¿qué puede ser, si no, esa bruma luminosa que la separa de la noche estrellada? Las ánimas ascienden hacia la calidez solar. Allá arriba, destellando en la oscuridad, unas pocas estrellas se confunden con ojos, dentaduras tristes o contentas, bóveda de cráneos o tzompantli. Ella los mira danzar sobre el tejado.

¿De dónde proviene esta suerte de horror cósmico infantil? Tengo la sensación de que Lucía Vidales ha decidido habitar el reino de lo no-necesariamente discursivo; infante es quien no habla, quien no ha categorizado al mundo y aún lo experimenta. Infantil es dejar que el cuerpo se funda con la cosa y probar la tierra con la boca, asombrarse ante los mínimos acontecimientos. Lucía no impone la construcción figurativa sobre la mancha, elude firmemente el academicismo para exaltar hallazgos, gemas preciosas bajo el húmedo transcurrir del río. Por eso los seres ridículos, ínfimos, que rayan con la economía pop de las caricaturas: los dípteros, los tricópteros, los crustáceos y los moluscos. Basta ver un axolote de frente para reconocer el punto de contacto entre la biología y la gráfica: dos puntos y una línea nos sonríen.
No he señalado aún el sadismo que transcurre constante entre las formas de esta exposición. Me asomo a la pintura más pequeña (Entrometidx) para convertirme en testigo de un particular contacto visual. Dos seres ínfimos, puro ojo casi, se miran de frente, un chorro amarillo une sus pupilas. Una mano tétrica se entromete en el íntimo flujo de miradas, interrumpiendo el encuentro. Descubro que es mi mirada la que hace mal tercio, ¿quizás es mi propia mano la que interrumpe el momento? La mirada toca, y en ocasiones violenta, ¿quién mira a la autora pintar?, ¿somos nosotrxs, mirando de cerca sus fantasías, destejiendo el arcoíris de su imaginación?

Llama mi atención una pintura mediana titulada Monstruo, principalmente por su frialdad. Se trata de un ser etéreo, ligero, híbrido, aparentemente hembra, que atraviesa el espacio; una larga cabellera cubre su rostro y afirma la dirección de su desplazamiento. En medio de los azules luminosos, la aparición de este monstruo con exoesqueleto y extremidades afiladas de Mantis religiosa, se confunde con lo divino. No es el horror humano, más bien el de la abyección de los androides, de la indiferencia de lo real, que “serenamente desdeña destrozarnos. [como puntualiza Rilke] Todo ángel es terrible”.

Finalmente, quisiera hablar de una pieza en la que dibujo y pintura se confunden sugerentemente. La obra se titula Qué le digo. Espacios vacíos nos dejan ver el lino crudo, algunas líneas gruesas hechas con carboncillo y otras más delgadas que dibujan el motivo; lo complementan algunos planos de color contenidos. Un azul cerúleo en la parte superior trae a mi memoria a Piero della Francesca. Por otra parte, las piernas horizontales en la base del cuadro me sugieren que se trata de una resurrección. Los diversos trazos de carbón emulan el barrido de las largas exposiciones fotográficas; como Cristo levantándose de la tumba en dos movimientos arácnidos mediante un mecanismo de escobas y transportadores.
Éste es el lugar que la artista ha creado para sí misma: un espacio conformado por luz y color, habitado por seres de barro, en el que cuerpo, casa y cosmos se confunden. Una y otra vez inaugurando habitaciones para observar lo sórdido y lo insólito, la belleza insignificante, la espera eterna del ojo insomne. En medio de todo ello, un cuerpo-espíritu que se arrastra por el espacio y del que sólo vemos su huella…
Ciudad de México 2022
*Crédito de las imágenes: Fotografía por Ramiro Chaves. Cortesía de la artista y Galería Karen Huber.