No está muy claro cómo la decisión del artista conceptual Jens Haaning de estafar a un pequeño museo danés es un contraataque a la oligarquía financiera.
El ciclo mainstream de noticias está eternamente condenado a ser adornado por historias sensacionalistas sobre el arte y el dinero. A principios de este año fue el rápido aumento de los NFT y el frenesí especulativo que fomentaron, lo que llevó a algunxs comentaristas exageradxs a proclamar una revolución en el mercado del arte. En 2018, hubo un regocijo generalizado cuando, en una subasta, una pieza de Banksy, “Niña con globo” (Girl with Balloon) [2006], se autodestruyó después de venderse por 1,4 millones de dólares (la obra triturada se pondrá a la venta el 14 de octubre, ahora valorada en seis veces el precio original). El año anterior se produjo el escándalo de la venta del Salvator Mundi, atribuido a Leonardo da Vinci, por 450 millones de dólares a una sospechosa red de coleccionistas e instituciones cercanos al famoso príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed Bin Salman (él, famoso por aquel descuartizamiento), quien presuntamente lo ocultó en su yate.
Esta última semana, los titulares se han centrado en un chiste del artista conceptual danés Jens Haaning, quien, a cambio de unos 84.000 dólares, entregó dos marcos vacíos al Museo de Arte Moderno Kunsten, en la ciudad de Aalborg (Dinamarca), y lo tituló “Toma el dinero y corre” (Take the Money and Run) [2021]. El museo había encargado originalmente a Haaning la recreación de dos de sus obras para una exposición sobre el futuro del trabajo: “Un ingreso promedio anual danés” (An Average Danish Annual Income) [2010] y “Un ingreso promedio anual australiano” (An Average Austrian Annual Income) [2007]. En ambas obras, el artista ordena la suma que da título a la obra en billetes de alta denominación de la moneda respectiva, dispuestos en una cuadrícula sobre un lienzo en blanco enmarcado. Dos días antes de la inauguración de la exposición, Haaning informó al museo que, contraviniendo el contrato, les entregaba una nueva obra en la que los marcos aparecían vacíos. Los billetes no aparecían por ninguna parte.
“La obra consiste en que que he tomado su dinero», informó Haaning a la radio danesa. «No es robo. Es incumplimiento de contrato, y el incumplimiento de contrato es parte de la obra». El museo parece opinar lo contrario y ha sugerido que podría emprender acciones legales; le había pagado alrededor de 3.900 dólares, además de adelantar el dinero para que se expusiera (Haaning alega que recrear la obra le supondría un gasto, algo que el museo discute). Tal vez reflexionando sobre la disparidad de lo que Marx llamaba trabajo muerto (el dinero) sobre el trabajo vivo (el artista), Haaning figuró un entusiasta llamamiento a las armas: «Animo a otras personas que tienen condiciones de trabajo tan miserables como las mías a que hagan lo mismo. Si están situadxs en un trabajo de mierda sin paga, e incluso se les pide que paguen dinero para ir a trabajar, entonces que agarren lo que puedan y se larguen”.
Estoy totalmente de acuerdo con Haaning: lxs trabajadorxs deben expropiar a sus expropiadores, preferiblemente en masa (ésta ha sido la intención de los sindicatos y de los partidos socialistas dirigidos por los trabajadores durante el último siglo y medio). El trabajo de Haaning llega dentro de una revolución neoliberal de 40 años tan transformadora que, de hecho, hoy en día muchxs trabajadorxs precarixs (especialmente lxs jóvenes o lxs de origen inmigrante) están trabajando, ya sea gratis (prácticas) o esencialmente pagando por trabajar en el engranaje de la «economía gig«. Esto es especialmente cierto en el caso del trabajo en las artes, que, como lo ha dicho Gregory Sholette, depende de una vasta, invisible y no remunerada «materia oscura», en la que sólo a unas pocas estrellas de les permite brillar (y cobrar).
La artimaña de Haaning suscita preguntas más profundas, que van mucho más allá del cínico alegato de que tal vez él y el museo hayan tramado la operación como forma de atraer publicidad o incluso de elevar el valor de la obra (algo que éste último niega). Nos obliga a preguntarnos si lxs artistas son realmente trabajadorxs bajo el capitalismo y cuáles serían las consecuencias políticas en cualquier caso. Éste es un asunto explorado en una ola de libros recientes de Dave Beech, Marina Vishmidt y Leigh Claire La Berge; así como en mi propio “Arte después del dinero, dinero después del arte: Estrategias creativas contra la financiarización” Art After Money, Money After Art: Crative Strategies Against Financialization [2018]. Todxs coincidimos en que, a lo largo de los últimos 20 años, el tema del trabajo de lxs artistas y su relación con las instituciones y los mercados públicos y privados se ha convertido en una preocupación clave para muchxs artistas críticxs, generando un amplio cuerpo de trabajo que nos ayuda a descifrar las transformaciones del capitalismo en nuestra época. Pero, ¿puede una obra de arte que reflexiona sobre la relación entre el arte y el capitalismo tener realmente un impacto político significativo en el mundo más allá de la galería?
Yo diría que nuestra permanente fascinación por las obras de arte sobre el dinero proviene del modo en que estas dos construcciones sociales –el arte y el dinero– son sólo sostenidas por el mito de su mutua oposición. En un desencantado y alienante mundo capitalista, proyectamos sobre el arte las cualidades de verdad y autonomía trascendentales y espirituales. Y, a la inversa, nuestras creencias sobre el dinero como algo contante y sonante, profano y racional, dependen en cierto modo de que el arte se sostenga como su contrapartida. En corto: el arte es arte porque no es dinero, y viceversa.
Pero como lo ha mostrado, entre otros, el sociólogo y filósofo francés Pierre Bourdieu, el «arte» tal y como lo conocemos (a diferencia de los oficios, la imaginería sagrada, el vestuario y la decoración) sólo emerge realmente bajo el capitalismo en los siglos XVII y XVIII, cuando las clases adineradas comienzan a crear una demanda de objetos únicos para poseerlos como almacén no sólo de capital económico, sino también de capital social y cultural. Y el dinero, a pesar de la ideología de los economistas mainstream, tampoco ha sido jamás un medio de comercio puro y veraz: es, como ha demostrado el trabajo del antropólogo David Graeber, un denso campo de relaciones de poder, creación de significados e intercambio cultural.
En los últimos 40 años, los artistas han tratado de desentrañar estas relaciones. El «giro conceptual» de la década de 1970, y varios otros «giros» posteriores, han estado motivados por los intentos de permitir que el arte escape de las garras del dinero al rehusarse a crear objetos que puedan ser objeto de mercantilización. Pero, al mismo tiempo, el dinero también se ha vuelto más conceptual, con nuevas formas de activos financieros inmateriales (muy frecuentes desde el colapso de 2008) llegando a dominar; y con el neoliberalismo infiltrándose de alguna manera en casi todas las instituciones sociales y formas de vida.
La tensión prefabricada entre el arte y el dinero sigue provocando ese escalofrío cada ciertos meses cuando una obra como la de Haaning aparece en los titulares. Sin embargo, hay algo más en juego que la excitación de ver el arte y el dinero en una proximidad escandalosa.
Nos encanta ver cómo el mercado del arte –el patio trasero de los millonarios– recibe su merecido. Dicho esto, no está claro cómo la estafa de Haaning a un pequeño museo danés, que pretendía crear una exposición crítica sobre el futuro del trabajo, contraataca a la oligarquía financiera mundial. La asociación implícita de los males del sistema capitalista y su explotación crónica de lxs artistas y otrxs trabajadorxs dentro de un nebuloso «mundo del arte» corre el riesgo de contribuir a un ya extendido sentimiento «antielitista», que oscila entre la izquierda y la derecha, pero cada vez más a la derecha. En este caso, una «élite cultural» pomposa e infértil sustituye a una clase económica dominante, objetivo de una ira mal dirigida, aunque completamente justificada. Y con creciente regularidad, los políticos de derechas movilizan la antipatía hacia las «élites culturales» precisamente para atacar a aquellos elementos de las instituciones artísticas que se han convertido (para bien y para mal) en plataformas para el antirracismo, anticolonialismo y experimentos de nuevas formas de organizarse políticamente.
Como obra de crítica institucional, “Toma el dinero y corre” (Take the Money and Run) de Haaning parece de otra época, más propia de las maniobras de finales del siglo XX de Chris Burden, el KLF o el notorio embaucador de dinero y outsider del mundo del arte J.S.G. Boggs. En la actualidad, la mayoría de lxs artistas radicales preocupadxs por la intersección entre el arte y el dinero han optado por tácticas decididamente más agresivas y activistas. Consideremos las acciones teatrales y directas del Liberate Tate, en Londres; o Decolonize This Place, Occupy Museums, o StrikeMoMA, en Nueva York, que, de diferentes maneras, han tomado por objetivo a los patrocinadores financieros y corporativos de las principales instituciones artísticas –no sólo para hacer una crítica de la relación entre el arte y el dinero, sino también para crear solidaridad y alianzas entre artistas, trabajadorxs y activistas de todo el mundo.
No soy partidario de que todo arte político o crítico deba convertirse en activismo, y admiro el poder del espectáculo, lo cual Haaning ha movilizado con gran habilidad y cierta audacia. Pero tengo curiosidad por saber en qué medida su intervención nos acerca a una sociedad en la que la explotación laboral (de la que él mismo da a entender que es víctima) se disminuya de algún modo. Del mismo modo que el libro de artista de edición limitada de 2009 de Michael Marcovici, “Cómo usar tu tarjeta de crédito para pagar este libro en línea” (How I used Your Credit Card to Pay for this Book Online) (en el que hacía precisamente eso y enviaba una copia a la víctima/beneficiario); así como la obra “Derivados” (Derivatives) de Paolo Cirio [2020] (en la que se apropiaba de imágenes de arte de sitios web de casas de subastas y las revendía como obras de arte originales), Haaning trabaja aquí con el robo artístico como medio para criticar las relaciones de propiedad capitalistas. Tales artistas intentan hacerlo desde el espacio críptico del «arte», que está fuera pero también, al mismo tiempo, muy dentro del orden económico y legal del capitalismo.
En los últimos años, algunxs artistas han girado hacia una tendencia expresada de la manera más influyente en el ya clásico libro anticapitalista “Los abajocomunes” (The undercommons) [2013], en el que Fred Moten y Stefano Harney recomiendan una relación de criminalidad hacia las instituciones culturales capitalistas que son, ellas mismas, las beneficiarias del trabajo cultural robado. En estas obras, que suelen llevarse a cabo sin mucha fanfarria, lxs artistas sacan ventaja de su posición para apropiarse y redirigir los recursos hacia movimientos sociales y grupos afines, a menudo con la complicidad de lxs curadorxs y los propios museos, que están deseosos de ayudar a desviar fondos del Estado o de donantes privados. Aunque gran parte de este trabajo, por razones obvias, es reacio a anunciarse públicamente, podríamos nombrar el trabajo de Núria Güell (que, entre otras cosas, ha utilizado las becas para artistas para crear paraísos fiscales para los movimientos anarquistas), o el de Constantina Zavitsanos (que ha utilizado las galerías como una forma de regalar dinero como una forma de asistencia social ascendente). Es un modo de hacer arte que ofrece un contrapunto urgente al pegajoso título de Haaning.
NOTAS
*Este texto fue publicado por primera vez el 6 de octubre de 2021 en inglés y puede ser consultado aquí.
**La imagen que acompaña a este texto pertenece a Niels Fabæk/Kunsten Museum of Modern Art Aalborg.