Ayer fui al hospital – Andrea Fuego

Un poco más desconcertante que los días anteriores, aunque menos que cuando dijeron que no iban a atender más gente. Cuando pregunté entonces qué iban a atender me mencionaron solo cosas que estallan: apendicitis, retina reventada, fracturas expuestas. Se va a atender solo si la gente está en peligro de muerte inminente. Lo que pasa es que se hicieron equipos y sólo hay un anestesiólogo por equipo, y pues tiene que estar listo por si hay que intubar lo más urgente, me dijo un doctor con ese tono médico que repite frases idénticas aun cuando se le señalan incomprensibles. Ante la emergencia, reducir, nunca redoblar. Un anestesiólogo para la emergencia es mejor que dos. Puedo hacer un cálculo, factorizando el hipocrático – ya por puro vicio de semántica, y no me cuadra el resultado: menos tratamiento y menos atención igual a más vidas salvadas.

En esa visita también nos enteramos que a mi madre le empezó a crecer un tumor que, en el tiempo que toma concertar citas y hacer preparativos, pasó de ser del tamaño de una uva al de una naranja, tan agresivo como la ultraderecha latinoamericana. Pero, en el estado actual de las cosas, no amerita recibir ni tratamiento ni cirugía; bajo ningún criterio puede considerarse urgente ya que no amenaza su vida a corto plazo. La lógica de la inmediatez acabó por permear hasta la respuesta en crisis. Que alguien pueda perder una parte de su cuerpo o vivir con dolor no se considera una amenaza a la vida. 

Siempre supe que dentro de este sistema de servicios de salud, fruto de la expropiación y víctima de la malversación, las cosas tenían su propio flujo; o sea, hay que hacer malabares para recibir la atención que corresponde. Es una posición de lágrimas de privilegio, con la referencia de un pasado donde, así fuera con malos tratos o esperas en sí patológicas, era posible tener acceso a tratamiento y medicamentos adecuados, para miles de trabajadores, sus familias y también amantes (hasta dos podían registrarse). Este hospital, el primo rico y funcional de los estertores del sistema de salud pública no puede sino seguir la tradición familiar y desintegrarse. Este hospital es vestigio de un pasado que se atrevió a poner “Por el rescate de la soberanía” como epíteto de la institución. “Por el rescate” me suena al Chapulín Colorado, no sé por qué, y en este revoltijo de la nueva programación cotidiana todas presentimos que a esta institución están por dejarla sin su torta de jamón.

La visita de ayer fue para sacar una ficha para los estudios de seguimiento posteriores a la operación para extirpar la bola, que se hizo de conformidad con los modelos actuales, en una clínica privada financiada en plástico a meses sin intereses. El edificio vacío, la ventanilla despejada, entrego los papeles. ¿Cuándo es su próxima cita, señora? La pregunta me cae como una provocación, ella bien sabe que no hay más citas porque la prevención, curación y atención de todos los males conocidos se cancelaron durante al menos tres meses. Ay, no me acuerdo, es que la cita es para mi mamá, me di cuenta que con el cubrebocas miento un poco peor. Lo que pasa es que tengo que saber para que los análisis salgan lo más pegados a la cita, me dice con paciencia que quiero confundir con ternura. ¿Podría ser lo más pronto posible? Y con eso le derramé el vaso porque sin cita no hay análisis y sin análisis no hay tratamiento. Y obvio no hay citas. Se puso de pie y me invitó a seguirla a recepción donde alguien más enunciaría lo obvio y daría por terminada mi misión. Saqué el celular y fingí llamar: Ah, ¿el jueves de la próxima semana? Ah, sí es cierto. Beso, ma. Me creyó.

Después, vendría el mano a mano contra una enfermedad que no puede predecirse y un aparato de salud que vive y bebe de manuales establecidos y simulacros tóxicos de cuidado. Una enfermedad cuyo solo nombre acerca a un imaginario la presencia de la muerte y la bancarrota. Después, lograríamos que su caso fuera considerado urgente y con ello emprender la búsqueda de los medicamentos para la quimioterapia; sabríamos entonces a fondo los pormenores de su escasez a nivel nacional y el tremendo impacto del cierre temporal de la frontera. Después, los conseguiríamos de una clínica que por todo rótulo ponía elegantemente en letras verdes “Unidad de Cáncer”, sin quemar a ningún responsable, por lo tanto sin derecho a factura, por lo tanto sin derecho a reembolso por parte del hospital. (El lujo de considerar en un reembolso, el lujo de poder costearlo, rescatada nuestra soberanía). Después, estas medicinas saldrían de una camioneta blanca sin marcar, estacionada cerca del hospital de primerísima especialidad en otra ciudad al que fuimos canalizadas, en la meca petrolera – sede del Game of Thrones sindical de nuestro trópico infeliz. Después descifraríamos el plano de dicho hospital para colarnos a la oficina del director, donde escucharíamos de viva voz que el acceso a dichas medicinas en tiempo y forma es posible, solo hay que figurar en una lista, nada más, todo es cuestión de decirle el código de acceso (“dice el director que…”) a Mary Carmen en Farmacia. También supimos que no era nada aconsejable comprar de la camioneta blanca.

Más tarde renunciaríamos (con toda esa pompa y por escrito) a este tratamiento después de una única sesión, para mayor escándalo y condescendencia del médico clínico y del cirujano. Nos rapamos, hicimos todos los licuados, dejamos de fumar. Leímos críticas al sistema de salud occidental, la dignidad de las pacientes. Vimos Los Soprano de nuevo, enmudecimos con la situación de Jackie Aprile y gritamos cuando el tratamiento del tío Junior fue un espejo del propio.

Unos meses tarde, sabríamos por conducto de una cuarta o quinta opinión lo que el cuerpo de mi madre intuyó en un principio, que la dosis de quimioterapia indicada no correspondía a lo que su caso necesitaba. También supimos que una mala redacción en los estudios del tumor condujo a una nueva cirugía, con ello, la lluvia de opiniones y sugerencias sobre reconstrucción mamaria. Impresionante todo lo que tiene la gente para opinar sobre las tetas ajenas.

Al final, sólo quedó conseguir por fuera una bomba drenadora para limitar los días de internación después de la mastectomía. Al final, nuestra historia es casi feliz y nuestra relación con el hospital es casi recíproca: mentiras solemnes, decisiones privadas y la esperanza de que los cuerpos puedan vivir. 

*Nota a la nota: Esto comenzó a escribirse motivado por la invitación de Stefanía Acevedo/Gatitx Pirata a participar en «Polifonía la cotidianidad» de Radio Tropiezo con destino al aire, narrando un día de nuestra vida en pandemia. El día que elegí para compartir parecía contener muchos más y me hizo pensar en lo representativo de la excepción, su caducidad, en medio de las adaptaciones de la nueva normalidad sobre el cadáver de la de siempre. Al final lo desestimé porque sin desenlace visible, el relato causaba angustia, lo menos que quería compartir en ese clima. Busqué y traté de ofrecer consuelo en la repetición de los días que no tenía que ir al hospital y eso fue lo que compartí para la radio. Pero esta nota me siguió acompañando y persistió, nosotras también y aquí estamos.

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