Aquello a lo que llamamos «desastres naturales» no es sino todo lo que nos saca del estado normal de la economía que regula una sociedad. Evidentemente hay quien siempre está ya listo para extraer provecho de eso, sobre todo valiéndose de la especulación, no tan arriesgada sino más bien bastante calculada, de que la naturaleza no tiene regla y más bien ha sido siempre imposible de predecir en su totalidad. Así, se abre en la administración de los recursos un campo para el azar a partir del cual puedes valerte para dejarlo todo hasta el último momento, tomando aquellas «anomalías de la naturaleza» como una salida de emergencia o escape. Así es como funciona la economía en altos y bajos niveles, como y bien lo describió Mauricio Andrade en el texto Contra lo humanitario: Plan MX y economía del desastre. Así es como, a pesar de que se caigan los edificios que se caigan, los ricos siguen siendo ricos y los pobres siguen siendo pobres. Pero también hay otro tipo de economía que rige nuestras sociedades, aquella que Freud llamó «economía libidinal», es decir, la economía de nuestros afectos y deseos. Lo relevante es que bajo esta otra economía, si se aplica no sólo individual sino también colectivamente, podemos entender no solamente cómo es que sacan provecho los grandes empresarios y gobernantes para seguir manteniendo su supuesto poder a pesar de cualquier «desastre natural». No sólo podemos entender también cómo es que se lucra con nuestros afectos a través de un sentimentalismo y operaciones logarítmicas basadas en nuestras redes de gustos y placeres; sino que, más allá de eso, podemos entender cómo es que todos aquellos que no pertenecen a esa clase aprovechada, o sea, la mayoría de nosotros los pobres, de pronto nos sentimos tentados a brindar nuestra ayuda incondicional a todos los damnificados, al menos en los casos más cercanos que tenemos en México.
Como ya lo señaló el mismo Mauricio Andrade, esto se puede convertir en una forma de llevar el país hacia un modelo neoliberal donde la acción estatal se reduce cada vez más hasta eliminarla si es posible. Pero una cosa más digna de atención es que, observando detenidamente lo acontecido en los últimos días, se podría decir que ya estamos prácticamente en ese paradigma. La vida diaria del trabajo de la mayoría de las personas se puede reducir a dedicar todo el día a esforzarse en mantener el estado de competencia donde los ricos se hacen cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Todo el mundo trabaja para ello. Desde Marx, todo aquel que sea pagado no hace sino ocupar todas sus fuerzas productivas para eso. Lo que nos mantiene a todos metidos en este orden absurdo es el sueño de que algún día de pronto uno se encuentre del lado de los ricos y no de los pobres. Y muchos lo logran, ¿cómo lo hacen? Para responder eso regrese al primer párrafo de este texto. Aunque no hay garantía de lograrlo, lo que sí es seguro es que los que no están dispuestos a valerse de las desgracias para pasar por encima de los demás, simplemente seguirán siendo explotados y el sueño que los mantiene laborando para ello tiene que ser una especie de confianza metafísica en que un día, por la intervención de algún dios u otra entidad divina, esto cambiará. Mientras alguna de esas cosas no pase, seguimos repudiando el orden actual mientras trabajamos para mantenerlo. De este modo, para poder seguir perpetuando el orden de competencia normalizada, una eventualidad como ésta llama a toda la sociedad a ocuparse por un tiempo de todos aquellos que no cuentan con lo mínimo, por que lo perdieron en el desastre, para competir frente a los otros en igualdad de condiciones. Entonces todos de pronto suspenden sus labores normales de competencia barbárica para brindarle a los damnificados de nuevo sus armas básicas y, una vez cumplido esto, recomenzar la lucha cotidiana a muerte, cuerpo a cuerpo, de todos contra todos.
Es evidente que este apoyo generalizado viene como una respuesta, una suerte de compensación que en los casos del desastre busca la manera de resolverlo todo por mano propia. En un país como éste, el estado normal es de una diferencia de clases abrumadora, pero en estado de emergencia se borran las barreras totalmente, es decir, se va de un extremo a otro. Es como si pagáramos una especie de culpa; sí, culpa porque todo el demás tiempo no hicimos nada para cambiar eso, culpa por participar del orden esclavista que nos aplasta cada día, culpa incluso por seguir vivos y sanos mientras que otros no. Pero aún con todo eso, no cabe de ninguna manera tachar o denunciar esta situación como santurronería, hipocresía o búsqueda de protagonismo a costa del sufrimiento, pues finalmente si no fuera por ella, estaríamos perdidos. Eso es lo único que nos salva en medio de la catástrofe que es nuestra vida diaria. Lo más adecuado lógicamente sería que en un estado normal las instituciones así llamadas públicas se encargaran de garantizar las condiciones mínimas de supervivencia y en un estado de emergencia las mismas instancias tuvieran la suficiente preparación y recursos para enfrentar por sí mismas estas situaciones, sí con ayuda de los civiles, por supuesto, pero no sobrepasada a tal grado que lleguen a suplantarlas. En México no tenemos ninguna de las dos cosas, y es por esto que en ambos extremos se manifiesta una autonomía de las dos partes en cuestión. No contamos con nuestras instituciones para resolver las situaciones normales y menos aún en las situaciones de emergencia. Este acomodo tan rústico de las pulsiones podría verse esto como una falta de civilización, pues vivimos casi en una barbarie. Nos faltarían siglos para desarrollar una sociedad en la que todos cumplen con su labor en ambos extremos y todo gira hacia el bien común tan solo siguiendo las reglas. Sin embargo, la pregunta es si realmente creemos que ése es el rumbo. Sobre todo ya tomando en cuenta que, bajo una economía libidinal, nada viene solo.
Más que aspirar a un estado de mesura, orden y control, quizá habría que aprender a desentramar lo que en otra parte ya hemos llamado «pensamiento de la emergencia.» En otras palabras, lo que tenemos que aprender a asimilar es que un extremo va con el otro. Va a sonar muy duro que lo pon siguiente forma, pero es necesario: la ayuda humanitaria excesiva que hemos tenido en estos días negativamente extraordinarios, no es sino la cara positiva del estado de barbarie en el que vivimos en México donde todo se vale con tal de pasar por encima del otro. Y ésa es la otra economía a la que tenemos que aprender a tomarle la medida. Es decir, no solamente basta con denunciar a aquellos que se aprovechan de los pobres que somos todos, sino ver también que nosotros los que estamos del otro lado, los de abajo, también contribuimos a eso. Y más importante aún: que ahí no termina todo, sino que también tenemos esta otra faceta radicalmente opuesta donde no necesitamos en absoluto de la asistencia desde arriba para autónomamente gestionar un otro mundo posible de comunitarismo generalizado. Pero hay que advertir que verlo así definitivamente también implicaría dejar de apreciar como una desgracia el hecho de que esto sólo se dé en situaciones de emergencia, quizá es incluso una fortuna que tengamos tanta furia acumulada contra nosotros mismos que en estos casos salga en modo de ayuda. No vale la pena juzgar moralmente cómo se da, lo relevante es que eso es lo que tenemos y ahora nos toca saber qué hacer con ello. Aquí comenzaría nuestra historia del desastre.
Banda: me encantan. Por eso, por favor revisen de nuevo este texto, es el más confuso que les he leído y tiene errores de redacción. Tengo problemas con varios de los asertos de aquí, pero los guardo para otra ocasión.
Salute.
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Gracias por los comentarios, ya fue revisado y corregido. Esperamos no haya más errores que puedan distraer la lectura. Sobre los asertos con los que tienes problemas, échalos. Sabemos que el texto tiene partes controversiales y precisamente fue escrito y lanzado (quizá un poco prematuramente) para generar respuestas y poder seguir pensando juntos la situación. Un saludo y esperamos que te encuentres en las mejores condiciones.
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