Imagen: Asesinato por placer- Otto Dix
Hoy en día se habla mucho sobre la pérdida de valores debido a las catástrofes de las que somos espectadores: día a día, los hombres se enfrentan contra los hombres y demás seres vivos. Cada día el mundo que nos contiene se rompe un poco más.
Esta preocupación adquiere sentido cuando echamos una somera mirada a los diarios, a las noticias y a los encabezados de las revistas: siempre hay una guerra, un accidente catastrófico o un asesinato brutal. Frente a tanta tragedia, se vuelve absurdo encontrar una razón, un por qué; tal como le pasó al anciano Job.
Al mismo tiempo en el que nos sorprende el presente, tendemos a idealizar un pasado «en el que las cosas eran mejores», como si de hecho hubiera existido; es más probable, sin embargo, que sólo no se volvían explícitas y visibles, como nuestro prometéico mundo lo ha posibilitado: Siempre ha habido muertos, y si confiamos en la enseñanza benjaminiana, no hay registro histórico que prescinda de la barbarie. Si la tragedia es tan antigua como nuestra historia, casi tan constitutiva de nuestra existencia ¿De qué sorprendernos?
Es difícil imaginar un mundo pasado en el que la violencia no haya sido el motor del progreso. Sin embargo, sí hay particularidades de nuestro presente: nuevas maneras de matar, nuevas tecnologías para hacerlo. Nuevas formas, sobre todo, de aparecer aquellas violencias que en otro momento hubieran permanecido ocultas en el sofocado llanto de la víctima, o en el júbilo triunfante y entusiasta del victimario: dentro de la privada esfera del silencio.
Esta breve cápsula no es un agradecimiento a nuestros alephs que todo lo ven y gracias a los cuales podemos obscenamente mirar los delitos que se llevan a cabo cotidianamente. Esto es, ante todo, una ola de interrogantes: ¿Hasta dónde llega nuestro duelo? ¿Qué tanto nos importa lo que vemos? ¿La sobre exposición de catástrofes, no nos ha anestesiado ya? ¿Aún podemos sentir empatía por alguien, o el proceso de indignación terminar cuando inicia la noticia siguiente? ¿Hasta qué momento olvidamos a los muertos de ayer?
De algún modo, en algún rincón de nuestra profunda conciencia, nos encontramos esperando a que la fatalidad nos alcance. Esperamos el momento en el que los titulares de las noticias contengan algún nombre familiar para entonces sí poder hundirnos en el ocaso del sufrimiento. Este gusano de la conciencia se ha impregnado en cada uno de nosotros porque el terror es tangible, se vive y se respira. Nadie está a salvo de la posibilidad latente de morir debido a la violencia ya cultural en la que nos encontramos. ¿Qué hacemos frente a ellos? Al parecer, anestesiamos la indignación, por seguridad y por temor.
¿Somos culpables o tan sólo espectadores?
Mientras, a cada click, repasamos miles de historias, nos irritamos unos minutos, lo hacemos público (porque así debe de ser), y unas horas después estamos listos para otro share más. Sin embargo, intempestivamente se nos presenta la pregunta adecuada ¿Qué podemos hacer frente a este horizonte de crueldad, que cada día se nos presenta con mayor fuerza, al margen de nuestros mortales cuerpos? Mucho o nada; al menos, por ahora, cerrar esta pestaña.
Como lo dijo la sabiduría de algún tuitero: la vida es eso que pasa entre cada refresh.
Eso lo escuché con una ponente en el coloquio de cultura popular mexicana ¬¬
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