2016 fue un año de demolición: se ha llevado a pilares de la música popular, nacional y mundial. Comenzó, en sus primeros días, tomando la vida de David Bowie y así continuó hasta llevarse decenas de personalidades. Los obituarios no pararon. Aquellos famosos consolidaron su recuerdo con décadas no sólo de trabajo y producción, sino también de propaganda, publicidad y mucho de modulación de subjetividades. Los 60, 70, 80, 90… Esas décadas no se entienden sin sus ritmos, composiciones, letras, imágenes, looks, estilos, etcétera. Todos sabemos que está llegando el tiempo en que lo clásico de esta época pase a mejor vida, pero nuestro irrefrenable impulso por vivir para siempre hace del evento más natural toda una catástrofe. Lo que se colapsa parece ser la cultura pop en su totalidad. Sin duda las estrellas de la segunda mitad del siglo XX son íconos globales que vivían su fama en tiempo real. Tal cosa quizá sólo pudo haber pasado en ese momento por las circunstancias económicas, políticas y tecnológicas del mundo.
Preguntas interesantes, preguntas por el futuro, se asoman frente a tal espectáculo: si antes las personas recordaban a sus famosos, que no eran efímeramente olvidados, como ahora lo son ¿Qué hará que el trabajo y arte de los actuales permanezca en la azarosa coladera del tiempo y de la historia? ¿Podremos volver a ver funerales mundiales, días y días de duelo, por la muerte de algún famoso, de alguien? ¿Se congregarán las personas, en 30 años, para llorar y cantar a una figura importante en sus vidas? Tal vez estamos ante el umbral de un nuevo tipo de cultura donde la fama ya no es local, como lo fue antes de la emergencia de la cultura pop, pero tampoco global, como lo fue con ésta. Ahora estaríamos hablando de una fama por nichos, donde para cada uno de éstos sus pequeños placeres y aspiraciones lo son todo, pero ahí donde termina el nicho, tanto geográfica como temporalmente, también acaba un mundo entero y su gloria.
Si la fama y el éxito son tan efímeros, la permanencia en la memoría lo serán más.
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